En perfiles, entrevistas, podcasts o conversaciones de bar, de las preguntas en torno al libro que enciende la llama del interés lector, siempre surgen distintas respuestas. La recomendación de un profesor. Un texto prohibido en la biblioteca familiar. Versiones mal traducidas de los clásicos. La editorial Quimantú o los tomos que publicaba la revista Ercilla. Y a pesar de su cualidad efímera (mensual, quincenal, semanal), los diarios y revistas que circulan en kioskos y salas de espera. Solía compartir con mi papá las distintas secciones del diario cuando llegaban a la casa o pasaba a comprarlo después del trabajo; a veces leía la revista Wikén, a veces Sábado, a veces el Artes y Letras. Mucho antes de eso, otros eran los títulos de la hemeroteca familiar: Barrabases, Condorito, Mampato (los tomos que publicaba Océano/Dolmen antes de la muerte de Themo Lobos) y Club Nintendo.
Hubo un tiempo en que empecé a acumular ejemplares de la edición chilena. O mejor dicho, la edición mexicana, pues en cierto punto de su historia las diferencias regionales desaparecieron, y la revista se publicaba en el resto de Latinoamérica con la misma portada y contenido. No podría decir con exactitud cuántos números llegué a tener. Sí recuerdo que eran suficientes para llenar un cajón. En algún momento los boté, quizás porque ocupaban demasiado espacio, y sin saber que la revista dejaría de publicarse en 2019. El papel no era muy resistente al tiempo, y varias de sus páginas estaban rotas o arrugadas por la humedad. Es posible que ahora adornen las paredes de los cafés y restaurantes con temática gamer que han surgido en los últimos años. Al menos recuerdo uno donde algunas portadas estaban pegadas al techo del local.
No recuerdo cuál fue el primer ejemplar que gatilló este interés, pero algunas portadas resultan icónicas (o quizás es el sentimiento de nostalgia). El N°1 siempre era aludido en las ediciones de aniversario: un dibujo de Mario aterrizando en paracaídas junto al Ángel de la Independencia en el D.F. La doble portada que utilizaron para el estreno de Super Smash Bros. Melee en 2001 (coincidiendo también con el décimo aniversario de la revista). La evolución del logo, siempre manteniendo la figura del rombo hasta sus últimos días. Había una especie de juego interactivo para los lectores: encontrar el “rombo” oculto en la portada, cuya respuesta aparecería en el siguiente número.
Su página web desapareció de las redes. Solo sobrevive como un video en Youtube y entradas en páginas de wiki. Algunos volúmenes han sido escaneados para acceso público en archive.org y ScanClubNintendoDB.
Revisando algunos números, en un arranque nostálgico, varias páginas vuelven a la memoria. Anuncios publicitarios para ringtones y fondos de pantalla para celulares. La sección de Dr. Mario, donde un autor anónimo respondía los correos de los lectores y mostraba sus ilustraciones. Los puntajes del concilio que reseñaba los nuevos títulos: Crow, Panteón, y Master. A veces tenían secciones donde cada uno hablaba de sus intereses personales; por ejemplo, Panteón reseñaba juegos de arcade (no siempre publicados en consolas de Nintendo), y Crow hablaba sobre películas y adaptaciones al cine. Recuerdo que fue de esta forma que aprendí sobre Escape from New York (1981) de John Carpenter y cómo influyó en Metal Gear Solid.
En 2020 falleció su fundador, Gus Rodríguez, a causa de una falla pulmonar. Seis años antes, su coeditor y cofundador José “Pepe” Sierra abandonaría la revista definitivamente. Sus rostros aparecían en las fotos grupales del equipo editorial, y con el paso del tiempo varios nombres abandonarían el proyecto. Lo único que sobrevive de ellos son obituarios que lamentan la muerte de Rodríguez y la cuenta de Twitter de Sierra que dejó de postear en 2023. Algunos de sus ex-colaboradores han aparecido en podcasts, videos, o blogs después del cierre de la revista. Ante el surgimiento de las redes sociales y las revistas digitales, podría pensarse que era, en cierto modo, redundante.
Y no es el primer o único caso. Nintendo Power (la versión estadounidense) también ha sido conservada de esta forma: un grupo de coleccionistas casuales que decide escanear sus copias para su acceso público luego del cierre de sus puertas en 2013. Y Game Informer (la revista más longeva del medio en EE.UU.) ha sufrido el mismo destino hace unos meses atrás. Mientras algunos de sus ejemplares son rescatados del olvido, sus ex-empleados emprenden nuevas instancias de archivo y conservación. Si Jacques Derrida hablaba del “mal de archivo”, el afán por conservarlo todo bajo la amenaza constante de su desaparición, podría pensarse a estos actores como sus “arcontes”, sus guardianes ante el desinterés general de la industria.
El videojuego se ha convertido en una industria que intenta volver y reescribir su propia historia a pesar de su relativa juventud en comparación a otros medios. Y, paradójicamente, surgen varios contrastes: mientras un 87% de los juegos publicados en Norteamérica están fuera de circulación y sin respaldos físicos, se abren museos interactivos que buscan honrar la historia de sus pioneros. Mientras se rechazan excepciones a las leyes de derechos de autor para estos títulos, sus desarrolladores no dudan en sacarlos de las vías legales de adquisición digital. Y mientras la especulación dicta precios prohibitivos incluso para los coleccionistas más dedicados, las acciones legales intentan evitar el avance de formas para sortear este obstáculo. Una curiosa readaptación del museo: se mira, se toca, pero no se posee.
En los devaneos de la procrastinación reviso páginas, obras, videos, entrevistas y de alguna forma intento integrarlos a clases y talleres. En caso de fallo, al menos sirven como datos curiosos para compartir. Así descubrí recientemente que el cineasta, escritor y fotógrafo francés Chris Marker pasaba sus ratos libres jugando Second Life (2003), al punto de elaborar un museo virtual y crear un alter-ego (Guillaume-en-Egypt, un gato anaranjado parecido a Garfield). Incluso realizó una entrevista para la revista francesa Les Inrockuptibles bajo esta máscara. Escribió un programa en Macromedia Flash (Immemory, 1998) con videos, poemas, ensayos y fotografías de varias fuentes. Debido a la obsolescencia del software, algunos usuarios han subido videos y pantallazos de la obra, aunque también ha sido conservada en archive.org. Es curioso que se haya decantado por una vía tan frágil para la conservación. Quién sabe si los servidores que alberga esta gran esfera permanecerán activos de aquí a 20 años más. Supongo que la memoria (análoga, digital, mnemotécnica, colectiva) ya es frágil por sí misma.
Hay algo de las revistas físicas sobre el tema que encontraba fascinante. Cuando tenía la oportunidad me gustaba hojear sus páginas si encontraba alguna copia no sellada en una tienda o kiosko. Aun si no lograba retener las palabras, ciertas imágenes, ilustraciones, pantallazos de los juegos quedaban impresos en la memoria. Incluso cuando la resolución o tamaño de la imagen adjunta no le hacía justicia a los pixeles o polígonos en la pantalla. Antes de perder mi colección solía releer cada número, a veces intentando encontrar el famoso rombo en la portada, otras releyendo artículos que consideraba interesantes, o simplemente las tenía a mano para que mis papás supieran cuál era el título exacto del juego que queríamos con mis hermanos para Navidad.
Este año hubiera cumplido su aniversario n° 33, y aunque traerla de regreso sería una labor titánica y sin sentido (GameFAQs, Twitter y otros sitios cumplen sus funciones de igual o mejor manera), Club Nintendo existe como un testimonio histórico de las primeras décadas del medio. Antes del predominio de lo digital, que da pie a su vez a una nostalgia (quizás idealizada) del medio análogo. Y ante la amenaza de su desaparición, solo queda confiar en la memoria colectiva.