¿Cuál fue el primer objeto humano en órbita?
La respuesta es asombrosa: no estamos 100% seguros.
Corría la década de 1950 cuando Serguéi Koroliov, el gran genio de la carrera espacial, propuso aprovechar lo aprendido con el R-7, el primer misil balístico intercontinental. Era momento de lanzar un satélite, sostuvo. El Comité Central del Partido Comunista lo mandó a freír monos, y Koroliov, que no se desanimaba fácil ni rápido, publicó artículos que exageraban sin asco el alcance del plan cosmonáutico soviético. El anuncio de una comisión para estudiar el espacio interplanetario, que en realidad no era más que un grupo de científicos escribiendo artículos, captó la atención estadounidense ¡La carnada había funcionado! Presionados por el temor a quedarse atrás, el presidente Eisenhower anunció su propio programa de satélites. Koroliov tradujo los artículos de la prensa norteamericana, presentó otra propuesta, y el proyecto Sputnik fue aprobado en menos de tres días.
El satélite Sputnik fue diseñado y manufacturado en menos de un mes. Era una simple esfera de metal de 58 centímetros de diámetro, no más que una pelota de playa, energizada con un misérrimo watt. Necesitarías 1.600 sputniks para echar a andar un secador de pelo. Un satélite más elaborado no alcanzó a mostrar un funcionamiento confiable a tiempo. Poco ayudó que el conductor del camión que lo transportaba a través de la Unión Soviética bebiera un volumen sustancial de alcohol industrial y chocara contra un árbol.
Pese a su precariedad, cuando este sustituto de último minuto fue puesto en órbita en 1957, el mundo quedó anonadado. En especial Little Richard, “el arquitecto del Rock and Roll”. Actuando en Australia, vio la bola de fuego del lanzamiento surcando el firmamento y lo tomó como una señal de Dios que lo conminaba a arrepentirse de la música secular y de su vida disipada. Renunció a las malandanzas, al mismo Rock and Roll, y entró a estudiar teología.
El Sputnik sembró el terror en Occidente. Algunos se referían al artefacto como la “nueva luna”. Sugerían que se había abierto un abismo tecnológico con el bloque comunista. Fue tal la conmoción que en menos de un año el Congreso estadounidense sextuplicó el financiamiento en aeronáutica. Eisenhower firmó la Ley Nacional de Aeronáutica y del Espacio que creó la NASA y nació también ARPA, una agencia de investigación del Ministerio de Defensa a la que le debemos total o parcialmente los satélites meteorológicos, los drones, la tecnología de invisibilidad ante medios de detección, las interfaces de voz, los computadores personales, la Internet y la vacuna COVID-19 de Moderna.
Después de tres meses y 1.440 órbitas, el Sputnik se precipitó a una llameante muerte.
Con mayor o menor detalle todos conocemos la historia. ¿Qué otro candidato podría haber?
Una tapa de alcantarilla.
O sea, no exactamente una tapa de alcantarilla, pero casi. Cinco semanas antes del lanzamiento del satélite soviético se realizó en Nevada el Pascal-B, un ensayo nuclear en el fondo de un pozo de 150 metros, perforado especialmente para la ocasión. En un arrebato de cándido optimismo, lo taparon con 60 centímetros de concreto y encima soldaron una tapa metálica de 900 kilogramos. Robert Brownlee, el científico a cargo, predijo que ni por asomo contenía la furia atómica, pero qué más da.
Brownlee, por supuesto, tenía razón.
La tronadura fue filmada con una cámara capaz de capturar un fotograma por milisegundo, y aún así la tapa aparece en solo uno. Con esa única imagen estimaron una velocidad de eyección de 240.000 kilómetros por hora, plusmarca aún imbatida para objetos humanos autopropulsados. Un par de sondas han alcanzado velocidades mayores gracias a la asistencia gravitacional de cuerpos celestes —la Sonda Solar Parker alcanzará unos 690.000 kilómetros por hora con el empuje del astro rey— pero eso lo vamos a considerar doping.
Este excursionista del firmamento nunca aterrizó, así que hay dos posibilidades aquí: o bien se vaporizó por el roce con el aire, o bien quedó orbitando y en algún futuro lejano algún incauto en viaje de negocios a la Luna se topará con este trozo de arqueología espacial. Sucede que esos 240.000 kilómetros por hora equivalen a 5,9 veces la velocidad de escape del planeta Tierra, con mucho superior a la mejor cohetería jamás construida. Ok, ok, la hipótesis de la vaporización es mucho más probable, pero en una de esas…