En el libro de entrevistas Bolaño por sí mismo, el autor que hoy hubiera cumplido setenta y dos años, dice, a propósito de su admiración por el poeta Roque Dalton que: «solo los jóvenes veinteañeros pueden admirar o, más bien dicho, querer a los poetas. A los veinte años se quiere a los escritores», dice. Y a mis veinte años, yo quise intensamente a Bolaño.
Lo había descubierto por azar unos años antes, leyendo un número viejo de la revista Paula que alguien había dejado tirado por ahí. El texto de Bolaño —en el que narraba su regreso a Chile después de dos décadas lejos, para ser jurado del concurso de cuentos de la revista— me sedujo de inmediato; nunca había leído algo así: su escritura era desenfadada, precisa, juguetona y poética al mismo tiempo. Además decía verdades como: «esto es lo que aprendí de la literatura chilena. Nada pidas que nada se te dará (…) No escatimes halagos a los imbéciles, a los dogmáticos, a los mediocres, si no quieres vivir una temporada en el infierno». No exagero si describo la lectura de ese artículo descubierto por azar como epifánica. Bastó ese breve texto para despertar mi admiración y por consiguiente, las ganas de saber más, de leer todo lo que pudiera encontrar de ese escritor chileno del que no sabía nada.
No recuerdo bien, pero supongo que busqué en internet, aunque tampoco recuerdo bien si en esos años internet servía de mucho. Lo que sí recuerdo es que conseguí que mi madrina me regalara —con la excusa de mi graduación de cuarto medio— una copia de Los detectives salvajes, que leí —lo recuerdo como si fuese ayer— en un solo día de verano, tirado en un sofá en la casa de mis padres, que me habían dejado solo por el fin de semana. Simplemente no pude soltar el libro. Apenas interrumpía la lectura para comer algo o ir al baño. Y al llegar al desconcertante final —algo afiebrado, supongo, por tantas horas de lectura—, sentí que algo había cambiado, algo en mí se había despertado o removido o desenterrado: había descubierto que la literatura —mi incipiente y dudosa vocación de entonces— podía ser, también, un oficio peligroso, atrevido, rebelde; todo lo opuesto a lo que había aprendido a regañadientes en doce años de esclavitud escolar. Bolaño, en cambio, decía cosas como esta: «La única experiencia necesaria para escribir es la experiencia del fenómeno estético. Pero no me refiero a una cierta educación, más o menos correcta, sino a un compromiso, o, mejor dicho, a una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida, sabiendo de antemano, además, que va a salir derrotado». O: «Se escribe fuera de la ley. Siempre. Se escribe contra la ley. No se escribe desde la ley». O: «El escritor debe tender hacia la irresponsabilidad, nunca hacia la respetabilidad». O: «Me conmueven los jóvenes que se duermen con un libro debajo de la cabeza. Un libro es la mejor almohada que existe». Y aconsejaba a los aspirantes a escritores lo mismo que había practicado él en su juventud de poeta infrarrealista: «Vivir mucho, leer mucho y follar mucho».
Frases que para un futuro estudiante de letras, como era yo entonces, fueron verdaderas revelaciones; los enigmáticos postulados de una ética y una estética que eran, además, la misma cosa. La vida y la poesía fundidas, inseparables. El escritor como un samurái que pelea contra el monstruo de la respetabilidad. Un monstruo invencible y descomunal, decía Bolaño, convenciéndome tempranamente de que la literatura no era eso que los profesores diseccionaban cansinamente en sus clases; la literatura estaba en otra parte. La literatura debía ser un oficio riesgoso o no ser nada. «La escritura como tauromaquia», como había dicho Michel Leiris: hay que escribir introduciendo al menos la sombra de un cuerno de toro en la escritura. El escritor como un torero que, en el centro del laberinto, enfrenta al Minotauro.
Y sé que todo esto, ahora, podría sonar pueril y casi ridículo, más aún viniendo de alguien de cuarenta años, pero asumo sin tanto pudor que mis ideas al respecto no han cambiado significativamente desde entonces. Y recordar a Bolaño en este día, y volver a escuchar su voz, como quien escucha la voz de un viejo amigo que se ha ido lejos, no ha hecho más que confirmar mi admiración, y mi adhesión a esa ética del escritor que va a la contra, que escribe fuera de la ley y no busca reconocimientos ni cargos ni condecoraciones. Algo que hoy, tristemente, suena pasado de moda. Hoy donde campean el exhibicionismo, la vulgaridad, la idolatría y hasta la literatura se ha vuelto un concurso de popularidad. Bolaño, en cambio, insistía en la idea del escritor como un piel roja, un cazador solitario o un detective helado en el desierto, que lo apuesta todo, porque no tiene nada que perder, porque todo está perdido de antemano. Eso lo sabemos todos. Y escribir, en definitiva, no sirve para nada. La literatura no sirve para nada. La literatura solo sirve para la literatura. Y para mí —como dijo Bolaño— eso es suficiente.