Con Sinners, Warner Bros logró el sueño hollywoodense: una película original y de gran escala que está llenando las salas, complaciendo a la crítica y perfilándose para los premios.
Tener un éxito tan rotundo es escaso y no pasa muchas veces al año. Aquí la fórmula para lograrlo fue confiar ciegamente en la visión de un director ya probado pero que llegaba con una propuesta extraña: vampiros acechando afroamericanos en la época de la segregación racial.

El director en cuestión era Ryan Coogler, quien hasta ahora lleva una racha perfecta. Después de ser descubierto con el hit indie Fruitvale Station, revivió la franquicia del boxeador Rocky con Creed y luego se lanzó con una de las películas más exitosas de Marvel, Black Panther. Era el sueño de los estudios, alguien que descubría nuevos talentos, generaba dinero en la taquilla y les conseguía un par de Oscars inesperados.
Ya libre de tener que probarse con sus financistas, decidió lanzarse con algo original. Una mezcla de géneros que incluyen el terror, la comedia, el musical, la acción y el western; que se desarrolla en solo un día y es protagonizada por gemelos interpretados por Michael B. Jordan, quien ha colaborado con Coogler codo a codo en todas sus películas.
La importancia del blues en plena segregación
Son los años 30 en el sur de Estados Unidos, y que la esclavitud se haya abolido no quiere decir que las condiciones de vida y el trabajo para la población afroamericana sean buenas. Cuando Smoke y Stack regresan a su pueblo después de años, ya están precedidos por su reputación de gángsters que se infiltraron en las mafias italianas e irlandesas.
Y lo que hacen es un inocente reclutamiento. La primera hora de la película está destinada a una serie de negociaciones, los gemelos consiguiendo una casa, portero, juegos de mesa y alcohol para hacer una fiesta. Vemos interacciones entretenidas, pero también se dan a conocer distintos personajes (que demuestran la relación de la comunidad asiática con la afroamericana, o el lugar que ocupa una mujer ⅛ afroamericana en esa sociedad), pero también el contexto en que se encuentran.
Los gemelos tienen dinero, pero el riesgo de muerte que enfrentan está presente. El Ku Klux Klan se ha disuelto solo según el discurso oficial, pero sigue acechando. La población afroamericana tiene mayores índices de encarcelamiento que el resto –al igual que hoy en día– y muchos siguen trabajando los campos de algodón bajo el sol.
Por eso crear una fiesta donde puedan escuchar blues y bailar significa crear un refugio. Y ahí es cuando aparecen los vampiros.
El vampirismo como metáfora
La fiesta está en su mejor punto y Coogler se toma su tiempo mostrándonos lo divertido que supone este espacio para los involucrados. Hay un plano secuencia coreografiado sobre la gran banda sonora –sabrán cuál es cuando lo vean– que se toma libertades y ya está siendo llamado el mejor plano del año, pero que enfatiza no sólo la importancia de un lugar seguro, sino la trascendencia cultural que tiene lo creado allí dentro.
Y es justo ahí cuando un grupo de blancos quieren entrar al local. Según ellos solo quieren escuchar buena música, bailar y gastar dinero (“a los blancos les gusta el blues, solo que no la gente que lo hace”), pero como buenos vampiros necesitan que los inviten para pasar.
Desde allí, todo se vuelve un juego entre quiénes están dentro y quienes fuera. Qué motivaciones tendría alguien de dentro para hablar con ellos fuera y qué estrategias utilizan los vampiros para traspasar límites.
Básicamente, quiénes tienen derecho a estar dónde y cómo es que se lo ganan. La metáfora se hace evidente y resulta curioso que no se haya hecho la relación entre el vampirismo y la apropiación de los blancos sobre la cultura negra en el mainstream antes.
Estos vampiros en particular hablan de comunidad. Más que para alimentarse, quieren ser una mayoría, morder y transformar para formar una familia que comparta objetivos, experiencias y dolores. Y los gemelos y personajes que quedan atrapados dentro tienen que, primero, revisar supersticiones para entender de qué peligro se trata y luego simplemente tragar ajo y preparar un par de estacas para defenderse.
Sinners, entonces, presenta una fórmula perfecta pero que rara vez ocurre en Hollywood. Es una película por sobre todo entretenida, un blockbuster de tomo y lomo, pero que logra transmitir un par de mensajes sin ser muy evidentes. Un poco como lo que ha hecho Jordan Peele, envolviendo comentarios raciales en un paquete de género pop. En este caso, es la comunidad negra representando la constante amenaza de su cultura pero también la envidia hacia ella y la apropiación.
Eso es algo que ha resonado muy bien en Estados Unidos –no tanto fuera de ese territorio, donde no ha recaudado a ese nivel de taquilla– y el boca a boca la convirtió en la película número #1 allí las últimas semanas. La crítica en todos lados la ha aplaudido y Ryan Coogler continúa su racha, esta vez probándose a gran escala con una idea original. Los sitios de apuestas ya predicen nominaciones al Oscar y la industria puede felicitarse por haber apuntado en todas las casillas. El final feliz para Hollywood.
Nota de riesgo: arriesgada.
