El sábado era un gran día. Lo sabíamos desde hace ya varios meses: la despedida de Black Sabbath y del gran Ozzy. Lo curioso –o quizá no tanto– es que no mucha gente estaba enterada. Diría con seguridad, solo la gente del rock y el metal.
Y es que, en cuanto al paso del tiempo, no hay resistencia que salga victoriosa: el sábado, nuestro querido Ozzy, The Madman, se estaba retirando de las pistas de forma oficial. El parkinson, la vejez y los buenos hábitos de vida de un ejemplar rockero, habrían causado estragos de forma definitiva en uno de nuestros héroes del rock. “Más de 6 años en cama –nos contaba Ozzy durante el show– que he estado tirado. No saben lo que siento por estar aquí…” En palabras cargadas de emoción y las cámaras que mostraban a fanáticos entre lágrimas. El tiempo había llegado.
Tom Morello (Rage Against The Machine; Audioslave, entre otras) era el encargado de armar la fiesta. Los invitados –de distintas épocas, estilos y ritmos– estaban todos expectantes. Tipos extraordinarios como Ronnie Wood (Rolling Stones), K.K. Downing (Judas Priest), Chad Smith (Red Hot Chilli peppers), Steven Tyler (Aerosmith); junto a bandas de la talla de Slayer, Tool, Pantera, Metallica, Anthrax, Mastodon, Alice in Chains, Guns n´Roses, entre otras, fueron protagonistas durante casi 8 horas de música.




Tom Morello y Steven Tyler - El Villa Park repleto - Metallica - Slash
El evento prometía mucho por el peso de quienes estaban detrás de esto. Y la verdad, cumplió y superó las expectativas en casi todos los sentidos.
Muy pocos eventos han dado cabida a una despedida, un homenaje en vida como éste. No solo porque Ozzy está vivo, participó y lo hizo de maravillas para su condición; sino porque este evento fue streameado para todo el mundo, tal como si estuviéramos hablando de un Live Aid.
Fue una jornada épica en donde una vez más queda absolutamente claro cuál es el origen del todo: Black Sabbath no solo inventó un sonido, inventó un lenguaje completo para expresar lo oscuro, lo pesado y lo visceral a través de la música. Antes de ellos existía el hard rock, existía la psicodelia, pero no el heavy metal. Fue Sabbath quien, con sus riffs densos, sus letras sombrías y el timbre casi ritual de Ozzy, abrió un portal que cambió el rock para siempre.
Por eso no sorprende que todas estas grandes bandas sientan que le deben algo a Sabbath. Cada palm mute, cada breakdown brutal o cada lírica que habla de lo macabro o lo existencial, tiene una línea directa con aquel disco homónimo de 1970. Es casi como un árbol genealógico donde todas las ramas conducen inevitablemente a Birmingham, al barrio obrero donde cuatro jóvenes decidieron musicalizar el miedo y la oscuridad con acordes menores y el famoso tritono.
En este homenaje en la casa del Aston Villa (club del que Ozzy es hincha), la escena entera se congrega como en una misa colectiva, para reconocer que sin Sabbath probablemente no existirían la mayoría de los subgéneros que hoy conforman el metal. Es el acto de gratitud más honesto y potente que puede hacer un linaje musical hacia sus padres fundadores. Y esto hay que subrayarlo: fue una jornada de agradecimiento.
Ozzy, con 76 años y afectado por el Parkinson, no tenía por qué hacerlo. Podría haberse retirado silenciosamente. Pero decidió pararse una vez más frente a miles, no solo para cantar, sino para sellar un pacto con su historia, con sus amigos de toda la vida y con el propio metal.
Sin duda alguna, como la gran mayoría de las personas, la primera canción que escuché debió haber sido Paranoid o War Pigs. Iron Man, por ahí también. Pero yo no me acuerdo de eso. Mi primer recuerdo fuerte con Sabbath fue en un viaje al sur. Discman en mano, audífonos de luca y media, pero con la arremetida de haberle sacado a mi viejo el disco Sabotage. Según él, el mejor disco de Black Sabbath. Según yo, también.
Me sumergí en riffs potentes y profundos; una psicodelia que mi corta edad no me permitía comprender, pero que sabía escondía algo que más tarde pude entender: un grito del alma. Canciones como Hole in the Sky; Sympton of the Universe; Megalomania; o The Writ, son para mí, la esencia de la oscuridad de Sabbath.
Lo curioso es que, cuando uno empieza a pensar en esa oscuridad, la del metal, la de las cruces, cuchillos y sangre, ya no ve esa maldad que mucha gente reconocía hace años atrás (algunos siguen, tal vez). Lo que se ve y siente es identidad. Y lo bonito de la identidad es que te da certezas, y en este mundo de incertidumbre generalizada, se agradece un piso donde pararse.
La cosa es que mi acercamiento a Black Sabbath está totalmente condicionado por Basilio, mi viejo. Desde chico me mostraba películas de terror y escuchábamos música muy fuerte. Al parecer, yo siempre reaccioné bien a dichos estímulos. El tema es que el hombre llevaba la fanaticada a otros límites. Corría el año 85, y mi viejo se hizo pasar por periodista (mandó a hacerse un carnet de reportero e inventó una revista para la ocasión) para poder entrar a todos los backstage y primeras filas del gran evento sudamericano de la década: Rock in Rio 1985.
Y obvio, era la historia de su vida, con la que yo crecí escuchando desde que nací (1991) hasta el día de hoy. En esa aventura, mi viejo le sacó fotos a Ozzy, Maiden, Yes, Queen, AC/DC (¡hay una fotaza con Angus!), Scorpions, entre otros. Pero… ¡era el 85! Pleno “prime” dirían las nuevas generaciones. Y bueno, ahí surge la anécdota más importante: le sacó fotos a los baldes con los supuestos murciélagos que Ozzy utilizaba en sus shows. Me acuerdo que siempre amigos míos me preguntaban con ese tono medio moralista (influido por sus papás tipo Flanders) si acaso eso era verdad. Y cuando me tocaba preguntarle a mi viejo, que había visto todo eso, me decía: “Es mula, es puro show… ¿cómo se va a andar comiendo los murciélagos?”. Yo quedaba más que respondido y me daba cuenta que la pregunta no tenía ni un sentido. ¿A quién le importa eso? Lo importante siempre fue la música y que se escuche fuerte.





En el álbum familiar hay de todo: la locura de Ozzy en primer plano, mi papá con Angus de AC/DC, en incluso su carnet falso de corresponsal
Entonces, ¿cómo no venir medio seteado desde chico? Mi primer concierto fue cuando tenía 6 años, vimos a Marillion en el todavía llamado Estadio Chile en el 97 y el 2001 ya tenía mi primer Maiden en la sangre. Pero Black Sabbath se hizo esperar por montones de tiempo. De hecho, desde ese disco “Last Supper”(1999), siempre sentí que Black Sabbath era una banda ya vieja, casi extinta.
Con mi hermanastro, de hecho, al comienzo considerábamos que de verdad la primera banda del Ozzy era como primitiva. Nos reíamos al comparar el sonido del riff de “Electric Funeral” con el cover de Iced Earth que, mucho más metalero y moderno, hacía ver a la canción del Paranoid como vieja y arcaica. Igual, debo decir que me reía porque a él le gustaba mucho más el metal más moderno, y no quería contrariarlo. A mi me encantaba, primitivo y todo.
Como no hacer mención de la aparición de Ozzy en el querido pero no tan bien ponderado GTA Vice City. Aparecía Bark at the Moon, que yo había conocido muchos años antes en la portada de un vinilo loquísimo que tenía mi viejo. Pero ahora lo había redescubierto jugando Play. Simplemente hermoso.
Por esa época estaba muriendo el CD. Entre Ares y Kazaa estaban matando rápidamente los discos. ¿Se acuerdan de las tapitas de bebidas que tenían descuento en la extinta “Musimundo”?
Con mi viejo coleccionamos los discos de Ozzy, Maiden y Metallica. Nos faltaron poquitos para completarlos, pero casi siempre me salía 15% de descuento, y ahí no había tanta generosidad.
Tuve la suerte de poder ver a Heaven n´Hell, la formación de los Sabbath con Dio, antes de su muerte. Espectacular. Pero me faltaban Ozzy y Black Sabbath.
Hasta que llegó ese día en 2013, una semana espectacular. Tocaba Black Sabbath con su disco 13 y los teloneaba Megadeth. Ahí mi viejo quedó loco con el “Aguante Megadeth”, se reía mucho. Sabbath tocó maravilloso, igual que después cuando tocaron en el Nacional.

Sin embargo, en ambos, me acuerdo de haber tenido una sensación extraña de estar obligado a disfrutarlo mucho, pues eso se iba acabar.
Y es medio contradictorio, porque comencé escribiendo que este fue un evento de agradecimiento. Y total. Pero es increíble cómo uno se había empezado a despedir hace tantos años. Y por eso, cuando hoy Ozzy nos dice muchas gracias y un adiós, se siente más fuerte esa sensación.
Finalmente, es evidente que las personas pasan, como en el fútbol se canta popularmente “jugadores, dirigentes, técnicos pasarán… la hinchada siempre va a estar”. Con esto no quiero decir que Ozzy simplemente pasó. Por el contrario, es de esos personajes que si no hubieran aparecido, probablemente esta “hinchada” del rock, del metal, no existiría. En ese sentido, Ozzy es una fuerza constituyente de género y el movimiento cultural que se fue construyendo desde que apareció la bruja del primer Sabbath.
Pero es más necesario que nunca, ahora que vemos cómo nuestros héroes empiezan a partir o a despedirse, reconocer la magia irrepetible que se ha tejido alrededor de esta música: que distintas generaciones, tan distantes en tantas cosas, puedan encontrarse bajo el mismo techo para compartir el rock y la voz inmortal de Ozzy y Black Sabbath. Que existan casos como el mío, donde un hijo y un padre se funden en la misma devoción, arrastrándola desde décadas atrás, como si fuera un secreto familiar que se transmite por la sangre.
Es conmovedor ver niños, padres y abuelos mezclados en un mar de poleras negras, todos ansiosos por ese salto inicial, ese primer acorde que despega el concierto y que parece suspender la realidad por unas horas. Más aún, saber que el rock y el metal lograron trascender fronteras, abrirse a otras culturas, abrazar otras contraculturas, derribar prejuicios para volverse un espacio común.
Porque si algo debe aprender el rock, para no morir, es a transformarse sin perder su actitud, a renovarse sin renunciar a su esencia. Aquí no sobra nadie. De hecho, el rock se vuelve más eterno cuanto más diverso se vuelve su público, cuanto más ensancha su abrazo.
Y en eso, Ozzy siempre fue un profeta simple pero profundo: alzando las manos con ese gesto tan suyo —dos dedos en V— que significaba rebelión, pero también paz. Al final, lo que queda claro es que la cultura del rock y del metal no es solo espectáculo: es un refugio, un espacio para encontrarnos y entender que, en medio del caos, podemos seguir el mismo compás. Juntos.

Esto de ir a conciertos con tus padres parece que es todo un género, parte fundamental de la educación sentimental de nuestros días de adolescente. Si tienes alguna buena historia de un concierto que fuiste con tu viejo, cuéntanos a cartas@fintual.com