Hay un murmullo constante en el Arthur Ashe. Un ruido que no cesa. La gente habla en voz alta, llega a sus asientos con las manos ocupadas, con pollo frito y Honey Deuce, el cocktail ícono del US Open.
Este es el estadio de tenis más grande del mundo. Aquí caben 24 mil personas. A muchas no les interesa tanto el tenis, como sí estar en un evento social, sacarse fotos y pasarlo bien en el lugar de Estados Unidos donde en agosto y septiembre hay que estar.
Qué diferente es a Wimbledon y su Court Central. Es todo lo contrario.
Del silencio en torno al césped sagrado de Wimbledon, al bullicio en el cemento neoyorquino solo hay unas cuántas semanas de diferencia. En Wimbledon abren una botella de espumante y lo escucha todo el estadio; en Flushing Meadows, pasa desapercibido.
El US Open se hace a imagen y semejanza de lo que hace famosa a Nueva York: el alboroto, las luces, el show, el dinero, las marcas, la energía. Hay un DJ en la cancha que mezcla ritmos del pop . Hasta pone la Gasolina de Daddy Yankee. “Tenemos tú y yo algo pendiente. Tú me debes algo y lo sabes”.
Todo es negocio.
El público norteamericano no lleva las pasiones tan al extremo como lo hacen los franceses. No canta, no hace la ola. No son tan activos como en Melbourne. ¿Están viendo el partido?
Como todos, gozan con el drama.
Se han visto pocos Grand Slams con tantas rabietas, peleas y discusiones entre los jugadores. Daniil Medvedev acumula varios highlights desde que compite en Nueva York. Entrevistas en pista memorables, encuentros eléctricos con el público y una de las mejores celebraciones en la historia del tenis, de cuando ganó en 2021: el pez muerto, una referencia al FIFA (videojuego).
El 2025 le sumó la que fue quizás su pataleta más grande en una cancha de tenis. Se le vio peor que nunca. Tocó fondo. Antes de perder en primera ronda, se peleó a gritos con el juez, enrabiado por una decisión que había sido correcta luego de que un fotógrafo interrumpiera el partido. Hizo gestos obscenos en varias oportunidades. El ruso se salió de sus casillas. “Se nota que no está disfrutando en la cancha”, dijo el tenista belga Zizou Bergs.
El griego Stefanos Tsitsipas y el alemán Daniel Altmaier también se dijeron cosas en la red; durante la qualy, los entrenadores del francés Hugo Grenier le gritaron insultos al argentino Federico Gómez, que les dio vuelta un partido que tenía casi perdido.
“Primero me enfoqué en ganar, y segundo, Francia”, declaró Gómez tras su victoria, trayendo a la cancha de tenis la final del último Mundial de fútbol de Qatar. Drama tras drama. Pero nada con tanto impacto mediático como lo que pasó entre Jelena Ostapenko y Taylor Townsend.
La estadounidense rompió un par de reglas no escritas en el tenis sin demasiada importancia que irritaron a la letona. Discutieron en la red. La cancha 11 era una caldera. Ostapenko, campeona del Abierto de Francia 2017, le dijo a la tenista local: “No tienes educación, no tienes clase”.
Desafortunado el lugar –y la rival– para combinar esas palabras.
“Es una de las peores cosas que se le puede decir a una tenista negra en un deporte mayoritariamente blanco”, dijo Naomi Osaka. Hay una fuerte connotación histórica, un fuerte estigma racial que viene desde la época de la esclavitud en Estados Unidos.
Pero Ostapenko, una chica de 28 años nacida en Riga, la capital de Letonia, no tiene por qué saberlo.
Las redes la despedazaron. Luego de su partido de dobles, no fue a su conferencia de prensa. La organización reportó “razones médicas”. Días después, pidió perdón con una afirmación innegable: “El inglés no es mi lengua materna”.
Cubriendo el circuito te das cuenta rápidamente de que los obstáculos lingüísticos existen, y la gente que se esfuerza en hablar en el idioma del otro puede muchas veces ser malinterpretada. La cultura estadounidense, tantas veces centrada en ella misma, aquello lo pasa por alto.
Hay también otra barrera cultural: decir que alguien “no tiene educación” o que es “mal educado” en la mayoría de las culturas apunta a los malos modales, o a actitudes groseras. No precisamente a decir que no eres inteligente, o que no tuviste derecho a la educación.
Y más episodios de ánimos revueltos: el suizo Leandro Riedi identificó en las tribunas a un apostador que lo acosaba por Instagram y pidió que lo expulsaran; el polaco Kamil Majchrzak le regaló una gorra a un niño y un CEO de una compañía polaca se lo arrebató; una persona intentó abrir el bolso de Jannik Sinner en la Arthur Ashe mientras el italiano firmaba autógrafos.
En la era de la viralización, nadie queda impune si alguna cámara los llega a captar con las manos en la masa.
Pero volvamos al tenis.
El US Open se atrevió con una innovación (que tampoco estuvo libre de polémica): el formato del dobles mixto cambió.
La organización invitó a las máximas estrellas a participar de una competición que los top tenían olvidada: en los Grand Slam se juega normalmente durante la segunda semana, y ahí es muy fácil entender por qué los mejores jugadores nunca iban a participar: o llegan hiper enfocados en su campaña de singles ya entrando a rondas finales; o bien fueron eliminados en las primeras ronda. ¿Qué interés les quedaría por quedarse jugando allí?
Así que decidieron cambiar el formato y hacer un doble mixto que fuera atractivo para los fans, y fue programada para la semana previa al US Open, así te asegurabas que las estrellas pudieran participar. Además, acortaron los partidos y achicaron el cuadro.
Salvo en la final, los sets se jugaron hasta los 4 juegos (con un tiebreak en caso de empate a cuatro iguales), cada game se definió con un punto de oro en el 40 iguales, y en caso de que los sets se repartieran uno a cada lado, se jugó un supertiebreak (hasta llegar a los 10 puntos).
Un formato dinámico y entretenido. ¿Y cómo asegurar el espectáculo? ¿Cómo esperar que las estrellas se tomen el dobles mixtos en serio y que compitan al máximo? No es problema para el US Open: el premio era un millón de dólares.
Así, mientras se llevaban a cabo las clasificaciones de individuales, durante el martes y miércoles se vio lo inédito: estadio lleno para ver a hombres y mujeres compitiendo juntos.
Tan distinta a la final de dobles mixtos del 2024, con el estadio ocupado en menos del 10%,con suerte, y con los campeones, el dúo italiano compuesto por Andrea Vavassori y Sara Errani, repartiéndose 200 mil dólares.
En este 2025 los doblistas fueron los perjudicados con el nuevo formato, en beneficio de los singlistas, que son los que atraen a la gente. Al final, la pareja italiana revalidó el título: eran la única dupla especialista del cuadro y supieron probar que el dobles mixto es un deporte distinto. Un arte independiente.
Las capacidades físicas no hacen mucha diferencia. En esta disciplina hay que volear bien y saber cómo apropiarse de la red (los singlistas cada vez volean peor y privilegian el juego de fondo), hay que saber dominar los cambios de ritmo y velocidades (los tiros de las tenistas mujeres viajan a menos kilómetros por hora), y sobre todo, hay que entenderse muy bien con el compañero.
El dobles es pura táctica. En más como el ajedrez: no solo hay que pensar en la jugada que viene, si no que unas cuántas más allá. La comunicación es clave: el que volea tiene que saber a dónde sacará su compañero para elegir su posición en el siguiente intercambio; el que recibe tiene que informar qué tiro tiene en mente para que el otro sepa si van a defenderse o contraatacar. Hay mucho trabajo estratégico que necesita entrenamiento.
“Estamos jugando por todos los doblistas que no pudieron competir”, dijo Vavassori, quien no puede reclamar demasiado: sus ingresos en este torneo por conceptos de ser campeón del dobles mixtos crecieron en un 500%.
La organización prometió mejorar el formato, y quizás haya lugar para más doblistas. Algunos reclaman por ellos: que es parte importante de los ingresos de su carrera, que esta movida aumenta la brecha entre los muy ricos y los que con suerte pueden pagarle a su entrenador.
Esta innovación le hizo bien al tenis. Mala suerte por otros, porque el circuito es un negocio que no hace obras de caridad. No hay peor ciego que el que no quiere ver: los estadios llenos y el impacto mediático siempre van a ganarle a cualquier otra cosa en el deporte.
La directora del torneo, Stacey Allaster, en un encuentro con un grupo reducido de periodistas, contó que tuvo en su oficina al coach de Iga Swiatek agradeciéndole la iniciativa. Su jugadora, finalista junto a Casper Ruud, agarró ritmo, sintió la energía del público y se adaptó a la cancha dura.
El Arthur Ashe lleno viendo a la polaca con el noruego, a Carlos Alcaraz y Emma Raducanu, a Novak Djokovic con su compatriota Olga Danilovic, y a Jack Draper con Jessica Pegula, fue un exitazo. El punto alto de la Fan Week, los días cuando el US Open libera el acceso a sus instalaciones en vez de exigir esos tickets que en la reventa se vuelven impagables.
Así los fanáticos ven a los mejores jugadores prepararse para el torneo y también disfrutan de conciertos en la plaza principal. Hay juegos para los niños y las marcas regalan productos.
Y venden mucho Honey Deuce, el cocktail más famoso del tenis. Un hit comercial: con la venta de esa mezcla de vodka con mejor reputación y marketing que calidad, licor de frambuesa y jugo de limón, el US Open financia los premios millonarios de sus campeones de singles. Viene en un vaso coleccionable con el nombre de los campeones de la Era Profesional, y una decoración ad-hoc: tres bolitas de melón tuna que representan pelotas de tenis.
La marca Grey Goose informó que en 2023 más de 450.000 Honey Deuces se vendieron durante el torneo. En 2024, la cifra subió a más de 550.000. Un 26% más.
Cada cocktail, que desde 2012 ha subido más que la inflación, cuesta 23 dólares. Matemática simple: la USTA (United States Tennis Association) hizo 12.6 millones de dólares de ingresos con solo una bebida. El merchandising se cuenta aparte: los pines, y las gorras con la ilustración del cocktail duran poco en las tiendas oficiales.