La más reciente publicación de Benjamín Labatut es, en palabras del propio autor, «una obra de ficción basada en hechos reales». Repitiendo la fórmula tan exitosa de Un verdor terrible (2020), Labatut recurre nuevamente a la historia de la ciencia y a las biografías de algunos de sus más atribulados protagonistas, para elaborar, esta vez, un tríptico que nos presenta tres episodios de la historia reciente, íntimamente vinculados con la crisis y la revolución del pensamiento científico de principios del siglo XX, y los consiguientes avances de la técnica, que siguieron a este radical cambio de paradigma.
La primera parte, Paul o el descubrimiento de lo irracional, se centra en la trágica vida del físico austriaco Paul Ehrenfest, quien acorralado por las visiones de un futuro catastrófico, un 25 de septiembre de 1933, decide quitarse la vida, no sin antes llevarse consigo a su hijo con síndrome de Down, Vassily, de tan solo catorce años.
Descrito como un físico que no hizo ningún descubrimiento trascendental, pero gozó del pleno respeto de figuras notables como Niels Bohr, Paul Dirac, Wolfgang Pauli o Albert Einstein, Ehrenfest representa, en el esquema trazado por Labatut, algo así como el primer mártir de la ciencia moderna, el visionario atormentado que intuye antes que nadie el rumbo infausto hacia el que empezaba a encaminarse el pensamiento científico, y sucumbe ante el horror de esa intuición. Ehrenfest es «la conciencia de la física», y con su dramático final, por tanto, la ciencia se queda sin su gran inquisidor, perdiendo con él sus límites, lo que es igual a decir que pierde su humanidad.
El trágico final de Ehrenfest (su inmolación, su sacrificio) en medio de una época convulsa, marcada por el rápido asenso al poder del nazismo, da paso a la parte central y más extensa del libro, donde Labatut reconstruye la biografía del húngaro John von Neumman, genio precoz, polímata de inteligencia sobrehumana, especie de titán del pensamiento científico, quien, a diferencia del suicida Ehrenfest, logra salir indemne del horror de la Europa nazi para refugiarse cómodamente en Estados Unidos. Allí, von Neuman encabezará innumerables investigaciones y proyectos, entre los que destaca su participación en el sonado proyecto Manhattan (cuya historia muchos habrán conocido por la película Oppenheimer), además de su contribución en la elaboración de la bomba de hidrógeno y el diseño de uno de los primeros computadores, el «analizador matemático, integrador numérico y computadora», más conocido como MANIAC, por sus siglas en inglés.
Si en la primera parte, Ehrenfest («la conciencia de la física») es el que vislumbra el horror y sucumbe ante esa visión, von Neumman es presentado aquí como el titán (a veces comparado también con Prometeo) que, en medio de ese horror, se mueve a sus anchas, siempre genial e infatigable, desafiando con su intelecto los límites de lo imaginable. A diferencia de Ehrenfest, von Neumann es el héroe sin escrúpulos, cuya inteligencia excepcional lo exime de todo obstáculo ético.
Utilizando un recurso narrativo que recuerda a la parte central de Los detectives salvajes, Labatut intenta aquí un retrato coral del húngaro, construido a partir de diversos testimonios de amigos, colegas, o familiares. Pero lo que en Bolaño es una lograda polifonía de voces, en Labatut es más bien un monólogo recortado. Las voces son indistinguibles y en lugar de presentar un relato caleidoscópico, facetado de von Neumman, como se esperaría de un retrato hecho a partir de testimonios diversos, lo que hay es una visión uniforme, sin matices ni contradicciones.
Un paréntesis: respecto a este punto, no deja de llamar la atención la disparidad entre los elogios que ha recibido esta segunda parte del libro entre la crítica extranjera, principalmente en Estados Unidos e Inglaterra, y la recepción de la crítica local. Mientras Adam Dalva de Literaty Hub, por ejemplo, la califica como un «relato virtuoso», Pedro Gandolfo considera que «la elaboración de las voces no siempre tiene un sello que la distinga», Patricia Espinosa, que «los personajes de Labatut son meras piezas de un tablero», y Marcela Aguilar, que «las voces que cuentan la historia no son tales, no se escuchan como individualidades, sino que son más bien bosquejos, maquetas, estereotipos».
Teniendo en cuenta que Labatut escribió el libro primero en inglés y después lo pasó al español, ¿podría atribuirse esta valoración tan dispar a un asunto de traducción, como sucede en muchas ocasiones, aunque el mismo autor se haya encargado de traducir? ¿Puede, acaso, un autor ser un mal traductor de sí mismo?
De von Neumman, las bombas, la guerra fría y MANIAC, en la tercera parte, Labatut salta al siglo XXI, y aborda los avances (y peligros) de la inteligencia artificial, escenificados mediante la serie de partidas de Go —juego ancestral originado en China, algo así como una versión oriental del ajedrez— que enfrentaron a Lee Sedol, el intuitivo e invencible campeón del mundo, y AlphaGO, la IA desarrollada por el —también— genio precoz, Demis Hassabis.
Si la primera parte simbolizaba la deshumanización de la ciencia, la segunda el cénit de esa deshumanización, esta tercera y última sección vendría a representar la superación de lo humano, la definitiva emancipación del pensamiento, que, una vez liberado de los límites de un cuerpo pareciera volverse aterradoramente omnipotente.
¿Qué es MANIAC?
Si bien la pregunta por el género de MANIAC (¿es una novela?, ¿un ensayo?) me parece irrelevante, sí me interesa la pregunta sobre el rol que cumple la ficción en la escritura de Labatut. Si los hechos y los personajes fueron tomados de la realidad, ¿qué aporta la ficción al relato? Lo que equivale a preguntarse cuándo y para qué el autor interviene los hechos que toma de la realidad; porque Labatut, como él mismo reconoce, escribe a partir de lo ya vivido, de lo que ha sido contado (y escrito) previamente por otros. No pierde el tiempo imaginando argumentos ni personajes. «Yo trato de usar el mínimo de ficción posible —dice en una entrevista— y creo que las mejores partes de mis libros las he encontrado».
Se ha dicho —y con razón— que el talento de Labatut está, precisamente, en encontrar conexiones entre episodios y personajes históricos, en establecer uniones entre hechos distantes, pero poco se ha hablado de lo ficcional en su escritura, que a mi parecer, resulta siempre lo más débil (y problemático) de sus libros. Cuando Labatut inventa suele caer en la exageración, en el tremendismo —Ruth Franklin, crítica del New Yorker, habla de un «fervor gótico, donde hasta los detalles más mundanos son descritos de forma melodramática».
Así, una historia sobre la crisis moral de la ciencia contemporánea, se convierte en una historia poblada de demonios, dioses, titanes, heraldos y donde abunda lo abismal («el punto más alto desde donde saltar al abismo», «su caída hacia un abismo cada vez más hondo», «una oscuridad más profunda que el abismo al interior de los átomos», «una peligrosa sinrazón estuviera comenzando a brotar del abismo», «cuyas escaleras de caracol bajaban en espiral hacia el abismo», «esa caminata por el filo del abismo», «había abierto una falla, un abismo», «yo podía ver el abismo bajo mis pies», «su enfermedad lo confrontaba con el abismo de la muerte», «no parecía haber ninguna posibilidad de que pudiese salir del abismo») y campea lo terrible («¡Esas terribles abstracciones!», «heraldo de algo grandioso y terrible», «sí, todo era terrible», «una brillantez terrible», «fuerzas tan terribles que podían borrarnos de la faz de la Tierra», «es tan terriblemente abstracto y esotérico», «esa terrible memoria suya», «experimentó un miedo terrible», «fue terrible, no sé por qué lo hice», «al principio era terrible, explicó Hassabis»).
Otro aspecto problemático de la ¿escritura? de Labatut relacionado también con la definición de MANIAC como «obra de ficción basada en hechos reales», es la incorporación, no sólo de personajes e historias ya contadas, sino la transcripción casi literal o levemente modificada de fragmentos de otros libros (o en el caso de la tercera parte, la narración sin mayores variantes del documental AlphaGo).
Ya en la crítica a Después de la luz, Juan Manuel Vial se preguntaba: «la obra de Labatut plantea a cada instante una duda grave: ¿de dónde provienen los diferentes párrafos que componen el relato fragmentario?; ¿fueron copiados textuales de internet, como se sugiere al principio, o el autor los intervino con diferentes grados de intensidad?».
Basta una rápida hojeada a La catedral de Turing, por ejemplo, el libro de George Dyson (que el mismo Labatut menciona como inspiración de MANIAC en los agradecimientos) para encontrar más de una coincidencia entre ambos textos:
La catedral de Turing: «Von Neumann sabía que el verdadero reto sería no construir el ordenador, sino formularle las preguntas correctas en un lenguaje inteligible para la máquina».
MANIAC: «Sabía que el verdadero reto no era construirla sino hacerle las preguntas correctas en un idioma que la máquina pudiese comprender».
La catedral de Turing: «Una enorme nube convencional en forma de hongo, que parecía estar en equilibrio sobre un tallo ancho y sucio ... debido a las partículas de coral, los escombros y el agua aspirados a gran altitud en el aire».
MANIAC: «Esa nube encima de sus cabezas, balanceada sobre un tallo ancho, oscuro y sucio, hecho de partículas de coral, vapor de agua y escombros».
La catedral de Turing: «Al nuevo ordenador se le asignaron dos problemas: cómo destruir la vida tal como la conocemos y cómo crear vida de formas desconocidas.»
MANIAC: «La primera tarea que John von Neumann asignó a la MANIAC fue destruir la vida tal como la conocemos».
Y, ojo, no se trata aquí de una acusación de plagio, sino de hacer notar lo difusa que es la frontera en MANIAC entre lo encontrado y lo escrito. Pareciera que Labatut está más interesado en el montaje, en la apropiación, en una suerte de escritura no-creativa. Por tanto, vuelve a surgir la interrogante sobre qué sería lo característico, lo distintivo de MANIAC, y de la ¿escritura? de Labatut, más allá del anecdotario científico y la información hábilmente desplegada.
Y es que pareciera que lo ficcional en MANIAC no es más que la libertad que se toma el autor para intervenir lo real y colorearlo a su gusto. Y digo colorear porque no se trata de intervenciones profundas (basta una rápida pasada por Wikipedia para corroborar la veracidad de lo narrado), sino más bien de añadir episodios menores, distorsionar o exagerar otros. Además de la incorporación de sueños, visiones, epifanías, premoniciones, demonios o fantasmas. Lo ficcional serían, creo, todos estos recursos con los que Labatut añade un trasfondo religioso, místico-esotérico a la historia.
Lo dice el mismo autor en una entrevista: «No puedo parar de hacer metáforas religiosas (...) La literatura es demonología». Y quizás ese sea el secreto del éxito de Labatut: la (re)incorporación de lo religioso y de una dimensión mítica en la historia. La creación, en el fondo, de una cosmogonía contemporánea, o una fábula sofisticada (porque hay una moraleja), donde los científicos (locos) son profetas, visionarios, titanes; y las matemáticas son fórmulas mágicas, encantamientos, acertijos; donde lo demoniaco es una amenaza constante, y el delirio es una especie de fiebre universal, primigenia.
Dicho esto, no queda sino reconocer la pericia y la astucia de Labatut para elegir sus temas y personajes, para encontrar las fuentes adecuadas y saber intervenirlas lo suficiente para producir un efecto novelesco que se imponga sobre la mera acumulación de anécdotas y datos.
MANIAC como una NOT novela, podría decirse.
A los ojos parece una novela, se lee como una, pero algo nos dice que es un producto de otra naturaleza.