Era noviembre de 2019 y todo el mundo se preguntaba qué había pasado en Chile. ¿Por qué los chilenos protestan si viven en la economía más próspera de la región?
Yo estaba viviendo en Italia en ese momento. Y para ser honesto yo me preguntaba exactamente lo mismo. La pregunta era– todavía es– intrigante. Allá en el norte de Italia, en la frontera con Austria, hay una región autónoma ítalo-austríaca que fue anexada a Italia después de la Segunda Guerra Mundial: Alto Adige, en italiano; Sud Tirol, en alemán. En esa región, que tiene probablemente el PIB per cápita más alto de Italia, hay un centro de investigación financiado por la Unión Europea. Eurac Research, se llama. Su co-director, el profesor Roland Benedikter, me llamó uno de esos días de noviembre.
“Sé que trabajaste en el gobierno chileno, y me gustaría que dieras una conferencia sobre lo que está pasando en Latinoamérica y en Chile, en particular”. Mmmm… O sea, está bien, había trabajado en el gobierno, pero estaba muy muy lejos de entender el proceso. Además, situaciones similares se estaban viviendo en Brasil, Ecuador, Colombia, Bolivia y México. Era un fenómeno regional, muy por sobre mi entendimiento y competencias.
“Bueno”, le dije.
¿Por qué hice esa tontera? En primer lugar, porque no tenía ni un peso y me pagaban algunos euros por dar la charla. La necesidad tiene cara de hereje. En segundo lugar, porque me parecía súper interesante tratar de dar con alguna respuesta de lo que estaba pasando.
Y bueno, llegué a los Nobel. Desempolvé “Por qué Fallan los Países / Why Nations Fail”, el primer bestseller de los recientes ganadores del Nobel de economía Daron Acemoglu y James Robinson, y sabía que tenían también su “Corredor Estrecho”, que era una especie de secuela intelectual en que sugieren la receta de los pocos países -el corredor estrecho- que sí logran el desarrollo. Aparte de lo entretenido y didáctico de ambos libros, pensé que la clave podía estar en las instituciones. Acá debo confesar que no he leído los artículos que ambos han escrito con Simon Johnson, el tercer académico que ganó Nobel con ellos.
Pues bien, descubrí algunas conclusiones de estos señores que me dejaron perplejo. Primero, que a diferencia de lo que creía mi abuela Leonor, los países del trópico no son pobres porque “está todo a la mano, entonces la gente se pone floja”. No, Singapur está en pleno trópico y es una de las economías más avanzadas del orbe. También comprendí que ni la cultura ni la etnia determinan el bienestar material de un país. ¿Por qué, si no, los coreanos del Norte sufren hambruna mientras sus parientes de la República de Corea son prósperos? Incluso la religión –como había propuesto Max Weber, en que el protestantismo había permitido el desarrollo capitalista– hacía agua por todos lados.
La explicación de Acemoglu y Robinson –y presumo que de Johnson– es que son las instituciones, y no la cultura, la geografía o la etnia, las que determinan el éxito de una economía. Según ellos, las instituciones extractivas, aquellas que impiden el desarrollo de los países, son las “diseñadas para extraer ingresos y riqueza de un subconjunto de la sociedad en beneficio de otro subconjunto diferente”.
Y aquí llegamos a América Latina. De partida, nuestra historia: los imperios español y portugués establecieron economías basadas en las materias primas, en las que los lugareños trabajaban bajo esclavitud de hecho, mientras un reducido grupo de colonos se enriquecía. Ahí, dicen los autores, la Encomienda y la Mita serían instituciones extractivas.
Podrán decir lo que quieran de Estados Unidos y el Reino Unido, pero cuando las primeras colonias llegaron a Jamestown, en Virginia, los ingleses se arremangaron la camisa y “vamos trabajando”. Los ingleses recibían un derecho de tierra (headrights), por eso querían trabajar ellos mismos su propiedad. Además, Norteamérica estaba menos densamente poblada que el resto del continente, por lo que los pocos nativos que había se fueron desplazando hacia el interior de Estados Unidos evitando confrontaciones con los recién llegados. En suma, había pocos incentivos para someter a los indígenas, al menos en una primera etapa (más o menos así lo pintan Acemoglu y Robinson).
¿Es cierto que mataron a cientos de miles de nativos y los recluyeron como animales? Sí, es cierto, y en consecuencia hubo menos mestizaje que en el sur de las Américas. Pero también es cierto que el frecuente mestizaje ibérico-indígena, más que el “encuentro de dos mundos”, perpetuó el clasismo en Latinoamérica, que responde muchas veces a distinciones étnicas.
Y desde ahí armé una narrativa para la presentación que me había pedido Roland. (La puedes leer acá, si te queda paciencia).
Trato de ser simple; espero no ser simplista. Tomo aire y acá vamos: la excesiva desigualdad entre los latinoamericanos se mantuvo durante los siglos XIX y XX, apalancada en la extracción de commodities. En 1929, la Gran Depresión nos hundió. Todos los precios de materias primas se desplomaron. Entre los ‘30s y ‘60s los populismos proteccionistas prosperaron como reacción a la debacle. Luego, de la mano de la Teología de la Liberación de la iglesia católica, en los ‘70s emergieron proyectos políticos que canalizaban el descontento social y propusieron reformas radicales para corregir el modelo de excesiva desigualdad.
De ahí, como ocurre muchas veces en la historia, los latinoamericanos demandaron orden. Entre 1970 y 1990 las dictaduras y golpes militares proliferaron en la región. Tras casi 100 años de conflicto social, los empobrecidos gobiernos latinoamericanos recibieron préstamos con intereses muy bajos, lo que les permitía gastar mucho, pero para entonces la responsabilidad fiscal no era una prioridad importante. Entonces, llegó la inflación.
En 1989 ya había cierto consenso en occidente de que Estados Unidos había ganado la Guerra Fría. Sin embargo, la Casa Blanca estimó que la amenaza del socialismo seguía viva al sur de la frontera, así que convocó al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional para renegociar los préstamos y aconsejar a los gobiernos de los países de Latinoamérica -el llamado “Washington Consensus”- que gestionaran la crisis de la deuda con medidas de austeridad. Sugirieron, entonces, reducir el déficit presupuestario y las tasas de inflación, reformar las condiciones comerciales para facilitar una mayor participación en la economía mundial y reducir la intervención estatal, promoviendo en su lugar la privatización.
Queda poco, no te desanimes.
El crecimiento económico se transformó en un mantra. Y no aprendimos: ¡Volvimos a hacerlo apalancados en los commodities! Esta llamada “enfermedad holandesa” hace que los países focalicen la mayoría de los recursos (financieros, físicos y humanos) en la actividad que más paga –en el caso de Chile, la minería. Eso deja sin capital a los otros sectores de la economía y, por tanto, hay pérdidas de productividad brutales. Es como un feto que tiene los pulmones de Michael Phelps, pero con el oído de un hamster.
El problema (y aquí vuelvo a nuestros Nobel) es que seguimos esa estrategia de desarrollo usando las instituciones de antaño. Me explico. En muchas industrias se promovió el monopolio en vez de la competencia; el amiguismo en vez del mérito. Al terminar los gobiernos, los ministros pasaban de ser reguladores a ocupar cargos en directorios de empresas. Eso no sólo concentró mucho los ingresos, sino que además se prestó para corrupción, cohecho y tráfico de influencias. ¿Qué trajo todo eso? Justificada rabia y desconfianza.
¿Qué me llevé entonces de la presentación? La crisis latinoamericana se trató de hastío, de desconfianza. Es rabia hacia la concentración y frustración por ese desarrollo que no llega. “¿Por qué los que más tienen pueden también robar más y tener más influencia?”, se habrán preguntado muchos.
¿Mi hipótesis? Sí, el diálogo es importante y necesario. Pero mucho más importante es fijar reglas del juego parejas y que corrijan nuestras instituciones extractivas. El detalle está en los libros que dije antes. Mejor explicado y mejor escrito que acá. Léalos. Incluso ponen a Chile como ejemplo y hacen un repaso histórico de nuestro país bien interesante.
Te dejo acá la presentación que hice finalmente en Eurac, por si te interesan cifras y otras hierbas.
Nota de los editores: todos los años se levanta una discusión en torno al premio Nobel de economía. Que no es un premio Nobel, como alguna vez nos recordó un lector, aunque en los medios se le suele considerar como uno. Si quieres saber más al respecto, puedes leer este texto que escribimos hace un tiempo.