Esta semana en Fintual tenemos la IA Week. Todas las personas dejan de lado su trabajo lo más que puedan (los turnos de chat de soporte no, por ejemplo) y se dedican a crear los nuevos agentes internos.
Lo de los agentes con IA es todo un tema. Además de que permiten mejorar la productividad y acelerar varios procesos, también responden a uno de los sueños del trabajador más antiguos y más profundos: automatizarlo todo para poder dedicar tu tiempo a las cosas realmente productivas o que más disfrutas haciendo. Como esa vez que Homero dejó a un pájaro de madera haciendo su pega mientras él tomaba cerveza.

La palabra "automatización" viene, lógicamente, de Automata. Que como bien sospechaste, viene del griego y significaba algo así como "que se mueve por sí mismo, que obra espontáneamente". Se los puede encontrar a lo largo de toda la literatura clásica, como máquinas que imitaban algún movimiento natural mediante algún artificio, y que generaba una fascinación especial en la gente precisamente por lo engañoso de su funcionamiento.
Una de las primeras menciones a un autómata habría sido obra de Archytas, inventor del tornillo y la polea y famoso por su paloma mecánica capaz de volar gracias a vapor de aire en propulsión. O más adelante en el tiempo, los ingeniosos mecanismos de Al-Jazari, o los famosos robots de Leonardo.
Hasta que llegamos a 1700. Una época bien similar a la nuestra, donde los autómatas estaban tan de moda que seguro mi jefe nos habría pedido tener una Automata Week donde cada uno tenía que armar su propio robot que dejara a la gente media turuleca de la impresión.
Y en 1709 nacía en Francia Jacques de Vaucanson, tal vez el creador de autómatas más celebre de la historia –hasta que llegó Sam Altman con su GPT, hay que decirlo–. Cuando niño vivió bajo la tutela de los jesuitas, y todo indicaba que seguiría el camino religioso hasta que fue dispensado de sus votos por problemas digestivos... algo que se volvería manifestar en su arte más adelante.
Algún día se tiene que haber cruzado con la estatua de un Fauno tocando la flauta en las Tullerías, el primer jardín público de París.


Izquierda, la estatua del Fauno. Derecha, las Tullerías.
La estatua –que hoy está en el Louvre– era obra de Antoine Coysevox. Muchos artesanos, a lo largo de los siglos anteriores, habían construido cajas de música con figuras mecánicas encima, que parecían producir música, pero en realidad no lo hacían. Vaucanson seguramente conocía estas figuras, y tomó de la estatua de Coysevox la inspiración para su primer autómata.
El flautista de Vaucanson en realidad tocaba la flauta que sostenía en sus manos de madera con sus dedos cubiertos de cuero, con la ayuda de un pedestal lleno de pesas y engranajes que giraban poleas y accionaban varillas. Un mecanismo muy complejo, pero que funcionaba a la perfección.
El flautista, que se inauguró en febrero de 1738 en el gran salón del Hôtel de Longueville en París, causó sensación, como era de esperarse. La Academia Real Francesa de Ciencias completa pasó a verlo. Y fue tanto el éxito, que le pidieron a Vaucanson que escribiera un libro –lo que podría ser hoy en día un paper académico– explicando su funcionamiento.



El libro está disponible online en la Biblioteca Pública Francesa
La gente se gastaba la mitad de su sueldo en ir a ver esta maravilla, que tenía labios que cambiaban de forma y se movían hacia adentro y hacia afuera, una lengua que regulaba el flujo de aire y tres juegos de fuelles que proporcionaban corrientes de aire de distinta fuerza. Perdón que insista con la metáfora, pero no puedo dejar de pensar en esas primeras semanas donde todo el mundo se maravillaba usando GPT en cada almuerzo familiar.
El segundo autómata de Vaucanson fue el tamborilero. Dicen las crónicas de la época que este segundo intento no le salió tan bien, aunque la flauta pareciera más compleja, al parecer Vaucanson nunca logró entender del todo cómo producir buena música con un tambor.
Obviamente, un tipo como Jacques no se desanimaría ante un robot mal hecho –si no, qué le quedaría a Elon Musk con su Grok, me pregunto–. Así que se dio la mañaa de crear un tercer autómata, su masterpiece. Que en la imagen de arriba aparece entremedio de los otros dos autómatas músicos. Es más pequeño, pero terminó opacando a los otros dos en ingenio. El Digestive Duck, o el Pato digestivo

El Pato se paseaba, movía la cabeza, jugaba con el agua y comía granos que después botaba en forma de pasta verde, gracias a ciertos "jugos gástricos" en su interior. Mezcla de química, física y robótica.
Lo mejor del pato es que su mecanismo estaba expuesto a todos, no había secretos ni estafas. En estos días de IAs que no sabemos muy bien por qué hacen lo que hacen, es bueno recordar el caso del Turco Mecánico, un autómata que le ganó en ajedrez a Benjamin Franklin pero que resultó ser un fraude (y mejor nos guardamos esta historia para un futuro post). El punto es que el Pato de Vaucanson ponía todas las piezas al descubierto, para que nadie tuviera dudas.

Fue tal el éxito del Pato que Voltaire manifestó su admiración. Incluso el Zar ruso intentó llevárselo a su corte, para seguir produciendo autómatas. Pero Vaucanson era un tipo especial, y vendió su pato milagroso para dedicarse a sus máquinas tranquilo. Y ojo, no es que todas sus creaciones fueran simple entretenimiento: años más tardes llegaría su última invención, una máquina que hilar seda, como los telares más modernos.
Vaucanson moriría en 1782, ya cansado de sus autómatas, a los que había enviado de gira para conseguir fondos para sus futuros inventos. El Pato se perdió, aunque Goethe aseguró haberlo visto en 1808 en la colección personal de un amigo suyo. El flautista y el tamborilero se quemaron durante la Revolución.