Después de un par de películas en Italia en los 2000, Guadagnino dejó claro que apuntaba hacia Hollywood, donde ha trabajado sin parar en películas muy distintas entre sí, desde los remakes Cegados por el sol y su adaptación de Suspiria, la miniserie de HBO We are who we are hasta el nuevo clásico que le dio reconocimiento internacional: Call me by your name. Parecieran no tener mucho en común, excepto por un erotismo que está ausente del panorama fílmico actual.
Se ha escrito mucho últimamente de que las películas están regresando al puritanismo y que los personajes actuales parecieran no tener deseo, en un intento desesperado del cine por llegar a la mayor cantidad de audiencias posible (¿tendrá sentido?). En ese contexto, Guadagnino, con la ayuda de un trío de estrellas en su momento más atractivo, aboga porque las películas sean sexys de nuevo. Y así llega a nosotros Challengers.
El mundo del tenis, pero make it horny
Esa pareció ser la consigna que se originó en el guion de Justin Kuritzkes, que curiosamente está casado con Celine Song, quien nos trajo la mejor película de un triángulo amoroso del último tiempo con Past Lives, y solo nos hace especular el tipo de fijación que tiene la pareja con bienvenir invitados a su dinámica.
¿Y cómo es que llevo tres párrafos y aún no hablo del elenco? Más allá de la trama, lo que tenía que funcionar por sobre todo en Challengers era la química de su trío principal, que tuvo meses de entrenamiento en tenis previo a la filmación de la película. Entra Zendaya, la mayor estrella de su generación y también productora de la película. Entra también Josh O’Connor, que parece haber dejado la torpeza del Rey Carlos atrás para convertirse en uno de los actores del momento. Y completa el triángulo Mike Faist, el menos conocido de los tres, pero la mejor parte de West Side Story. Ahora, bésense.
Y sí, se besarán. La trama de Challengers no dista de lo que podríamos esperarnos. Dos amigos, Art y Patrick, son jóvenes tenistas que se enamoran de Tashi Duncan, la tenista más prometedora de su generación, apenas la ven sosteniendo una raqueta. Su juego es agresivo y tiene los niveles de energía que disipan cualquier duda de que se convertirá en una estrella. La pregunta es cuándo.
Pero Tashi no parece interesada en cosas nimias como los hombres, a menos que demuestren el nivel de pasión por el deporte que ella tiene. Tashi está tan enfocada en ganar y avanzar que solo se involucraría con alguien igualmente comprometido. Y así, a través de los años, se van relacionando a medida que avanzan y caen en la competitiva escala del tenis gringo. Todo culminando, por supuesto, en un partido entre los dos hombres que tiene en juego mucho más que un simple título.
Guadagnino hace que Challengers se sienta viva
Es pop, es palomitero y es perfecto. Challengers no finge ser una película que no es. Se toma demasiado en serio la fijación por el deporte y el sexo hasta culminar hablando de la obsesión. Porque está todo relacionado. Los egos y los niveles de seguridad antes de un partido son tan importantes como las sonrisas entre ellos, los malentendidos y las traiciones. Todo lo que pasa fuera de la cancha repercute dentro. El tenis es un estilo de vida y aunque nunca te haya importado el deporte, te terminará absorbiendo lo que ves en pantalla.
Y es con ese brío que Guadagnino filma sus escenas. Todo es colorido, hiperkinético y su cámara se permite unas licencias que solo contribuyen a hacer de Challengers una película que críticos no pueden evitar catalogar como “dinámica”. Cámaras lentas para dramatizar, zooms para enfatizar, cortes rápidos e incluso una cámara que adopta el punto de vista de una pelota de tenis en pleno partido. Todo vale para hacer que la película se sienta VIVA.
Esta vitalidad se intensifica con el soundtrack de Trent Reznor y Atticus Ross, que ya son los referentes de las bandas sonoras electrónicas en Hollywood y que habían trabajado antes con Guadagnino en la subvalorada Hasta los huesos. Aquí, su techno aeróbico no para, colándose incluso en escenas de conversaciones cotidianas, dando a entender que todo, todo, es parte del juego.
Y en esta clave pop es que introduce el erotismo que tanto le interesa y que atraviesa su filmografía. Su cámara se centra sin pudor en piernas, pechos al sol y caras sudorosas. Siempre piel. Fotografía a sus protagonistas jóvenes como si fueran lo más hermoso y deseable del mundo y buscando que entendamos por qué no pueden alejarse y su tensión tóxica y carnal los sigue a través de los años.
Y sobre el homoerotismo, bueno, a pesar de que no ser el foco, Guadagnino no puede evitar darnos planos como estos:


Y si Challengers fuese solamente sobre esto –sobre gente bella besándose o sufriendo por no estar besándose, sobre su tensión sexual y sobre cómo le exigen a sus cuerpos hacer todo lo que sus espíritus necesitan que hagan– estaría todo bien.
Pero, cuando ya te estás preguntando qué tiene de importante ver los ires y venires de un triángulo amoroso durante dos horas, la película saca su último as bajo la manga, o cualquier metáfora del tenis que pudiera servir para este ejemplo (¿su último saque? No sé, uno no sale de la película particularmente docto en este deporte).
Sin spoilers, en aquel partido final está la clave de la película, el por qué de una rivalidad de años, de robarse parejas, de celos y de competitividad dentro y fuera de la cancha. Y Guadagnino aleja la respuesta del sexo e incluso del deporte, para hablarnos de algo más trascendental, más primario y más inexplicable. El mayor motor por el que hacemos lo que hacemos. Match point.
Nota de riesgo: está cargada de erotismo, pero no se siente radical o transgresora. Solo un recordatorio de que las películas, y la gente, pueden ser lascivas. Moderada.
