Aunque entendemos que no son siempre un indicador de calidad, hay varias razones para celebrar los Óscar que se llevaron a cabo el domingo pasado: Brasil consiguió su primer galardón con Aún estoy aquí (venciendo a Emilia Pérez); No other land, un documental israelí-palestino que denuncia la ocupación en Gaza, puede finalmente conseguir distribución tras ser reconocido; y hay gente en todo el mundo viendo Flow, una pequeña película de Letonia hecha por cinco personas y un software gratis de animación.
Y aunque Demi Moore no pudo ganar por La sustancia, es difícil molestarse por las victorias de Anora, una ganadora a Mejor Película atípica que indica que los premios de la Academia no tendrán miedo de crecer hacia lugares más arriesgados y modernos.
“¡Que viva el cine independiente!”. Con esa frase terminó la ceremonia el director Sean Baker y es imposible ignorar cómo Hollywood se ha beneficiado del auge de voces que, desde los márgenes y fuera del sistema, han revitalizado su industria.
Sí, Wicked y Dune 2 eran películas de estudio que también se llevaron un par de premios. Pero la atención parece estar en otra parte. Las películas más interesantes se están haciendo de otras maneras.
La segunda mayor ganadora de la noche fue El brutalista, que viene a redefinir lo que es una película independiente. Tuvo un presupuesto de 6 millones de dólares (que para los estadounidenses es bajísimo), pero sería fácil confundirla por una producción que costó veinte veces más.
Una película de tres horas y media que la crítica ha consensuado en definir con la palabra “MONUMENTAL”, con un reparto encabezado por un Adrien Brody tan comprometido que se llevó su segundo Óscar, y una factura técnica tan acabada que le valió el premio por su fotografía y banda sonora.
El sueño americano, de nuevo, destruido
“Esto es cine”, dice Bong Joon-ho en versión meme, pero quizás es preciso preguntarse a qué nos referimos con eso. Y El brutalista nos hace sentir lo que sea que evoca ese comentario desde su inicio. Una voz en off en formato carta se intercala con la oscuridad por la que el personaje de Brody avanza mientras una orquesta ostentosa arremete hasta que el hombre al fin sale a la luz, todo para encontrarse, entre lágrimas de emoción, con la Estatua de la Libertad que Brady Corbet filma invertida. Esta va a ser una historia sobre Estados Unidos, pero el sueño americano aquí está podrido. Es una trampa. Te va a consumir.
László Tóth, arquitecto brutalista en su Hungría natal, en América es un obrero de la construcción que vive de allegado con su primo mientras espera generar las condiciones para traer a su esposa de Europa. Lejos de los lujos y la estabilidad, se conforma dignamente con avanzar, paso a paso, hacia mejorar su situación. Es la historia de miles que llegaron como él y aquí aún no se dice nada nuevo, solo se muestra de cerca, con empatía y sin apuro.
No pasa mucho hasta que lo descubren. Guy Pearce, en la mejor actuación de un actor que llevamos viendo treinta años en pantalla, aquí es un millonario caprichoso y temperamental, que se asume embelesado por la genialidad a la vez que es consciente de que carece de ella. En Tóth ve una promesa, alguien que puede ayudarle a edificar una obra imposible.
Y así, obediente y silencioso, el arquitecto se muda a la estancia del empresario y se pone a trabajar. Soportar sus abusos y humillaciones cada vez más reiterados son parte del trabajo y a él no le importa porque –y aquí está la trampa– está construyendo algo grande.
El dinero, la fama, la inmortalidad y todo el paquete que ofrecía América está ahí, al alcance de sus manos. No se puede desperdiciar.
Y es después de años de trabajo, de las súplicas de su esposa porque espabile, de la caída en desgracia por las drogas y del darse cuenta de que jamás será reconocido como un igual en ese territorio, que surge la pregunta en el espectador del por qué de todo esto.
Si es que es un deber compartir la genialidad, cómo se determina quién tiene poder sobre quién y por qué nos esforzamos siquiera.
Más de tres horas, un intermedio y un final que resignifica todo
Todo lo que cuenta El brutalista lo hace de forma directa. Es una película ambiciosa y grandilocuente, pero nunca es ambigua u obtusa. Su narración es clara y quizás por eso es que sus más de tres horas de metraje no se le recriminan.
(¿Están las películas más largas últimamente? Hace unas semanas nos lo preguntamos y lo respondimos)
Hay historias que necesitan que se sienta el paso del tiempo. Es como El irlandés de Scorsese, en la que su reflexión final te hacía justamente preguntarte la finalidad del desgaste que la precedía.
Aquí es similar. Acompañamos la historia con sus composiciones perfectas, su elegancia visual y sus secuencias de montaje en la que avanzan en paralelo la historia del país con la del protagonista, símbolo de los inmigrantes que lo construyeron. Nos impresionamos e incluso agradecemos el intermedio de quince minutos que está incluido en cada copia.
Los intermedios en su origen tenían un fin práctico: permitían a los proyeccionistas cambiar las cintas de las películas sin dejar a los espectadores esperando. Ellos, en cambio, podían levantarse de sus asientos, descansar y prepararse para la parte final de su función. Fueron desapareciendo en la segunda mitad del siglo XX (la última película importante de Hollywood en tener uno fue Gandhi en 1982) y hasta ahora no se echaban realmente de menos.
Pero tiene mucho sentido que la decisión de Corbet haya sido incluirlo aquí. Esta película, que toma desde fines de los años 40 hasta los 80, está diseñada para sentirse como de antaño. Quiere recuperarlo pero no solo en la superficie, en su ambientación cuidada y caracterizaciones de época. Es el sentimiento. La añoranza por cierta clase de película hollywoodense que parece ya no hacerse. Aquellos dramas adultos que lidiaban con temas existenciales. Que se sentían importantes desde su presentación hasta su fondo.
Y que ahora deben hacerse desde el cine independiente. Aquel que a punta de esfuerzo hace que 6 millones de dólares se sientan como mucho más.
Y aquí el intermedio permite cerrar la primera parte de El brutalista en alto y partir de nuevo en su mitad final, donde se precipita todo lo construido, se introduce el personaje de Felicity Jones con su propia agencia y se remata el propósito de todo esto que llevamos viendo.
Y, sin spoilear, en los últimos minutos está la clave de todo. Una decisión narrativa brutal –perdón– que moderniza todo el ejercicio y nos hace enfrentarnos, de forma despiadada, con la propia realidad en la que vivimos. El efecto que Corbet quería conseguir. Y la razón por la que El brutalista tenía que tener esa duración, ese intermedio, esa pulcritud y esa escala. El por qué aún necesitamos películas enormes, épicas, monumentales.
Nota de riesgo: el tipo de cine que evoca y su duración pueden alejar a la gente, pero el que haya sido un éxito indica que no fue un riesgo tan alto. Moderada.
