En 1989 yo estudiaba ingeniería en Beauchef. Todas las mañanas a eso de las 7:20 tomaba el Metro en Tobalaba y me encaminaba a Los Héroes para hacer transbordo a la Línea 2 y llegar a la estación Parque O’Higgins. Lo cierto es que casi nunca llegaba hasta allá; cuando daban las 7:35 me bajaba en Universidad de Chile y avanzaba caminando por el Paseo Ahumada hasta la cuadra que mediaba entre Moneda y Agustinas a esperar que abrieran los Juegos Diana a las ocho.
Me pasaba toda la mañana y hasta pasado el mediodía en ese antro oscuro, con distintas salas, cada una más fantasmagórica que la otra, llenas de humo de cigarro y colegiales haciendo la cimarra y oficinistas que sacaban la vuelta de la pega.
Jugaba dos o tres juegos: Hyper Sports, un juego que era la secuela del Hyper Olimpic y que consistía en siete pruebas: natación, tiro a los platillos, salto del potro, tiro al arco, salto triple, levantamiento de pesas y salto con garrocha; Vulgus, un juego de naves que disparaban y en el que fui el mejor del local por lejos a lo largo de todos esos dos años en que me escapaba de la universidad para atender a los flippers; y Perfect Billiard, un juego de pool que tenía mesas y bolas con efectos especiales.




Fracasé en ingeniería de la Chile fundamentalmente por ese vicio, del que solo más tarde les hablé a mis padres.
Es verdad que mi afición por los videojuegos se había iniciado cerca de tres lustros antes, cuando llegó a mediados de los setentas a Chile el Pong, un juego de paletas y pelotas absolutamente pixeladas que se jugaba conectando una consola a la tele, y de la que décadas más tarde un amigo gringo me recordaría que fue el primer aparato con que pudimos a voluntad mover algo dentro de la pantalla del televisor.
Y también es cierto que esa afición se había desarrollado a lo largo de los postreros setentas y los ochentas en todas esas escapadas a los Deltas o en Viña a los Samoas.
Pero lo de esos años alrededor de 1989 era más grave, los videojuegos se habían transformado para mí en una adicción: una de alguien que ya no era un niño. Y no exagero.
En 1997 sucedió algo extraordinario. Mi mismo amigo gringo me mostró un programa de computador que permitía jugar los juegos de los flippers exactamente iguales a los que jugábamos en los Dianas o los Deltas o los Samoas. No, no eran las versiones pirujas del Atari o de otras consolas, eran los mismos juegos.
Ese programa se llamaba MAME, una sigla que significaba Multiple Arcade Machine Emulator, una plataforma que reproducía de manera exacta los juegos de mi infancia y adolescencia.
MAME había sido creado por el programador italiano Nicola Salmoria, que, mes a mes, iba agregando, con ayuda de toda una comunidad de otros programadores, más juegos al sistema.
Bajar los juegos de MAME era todo un enredo, porque, por temas de derechos en su página oficial no se podían albergar los juegos (en un formato llamado ROM), sino solo el emulador; había que rebuscar en otras centenares de páginas de Internet para encontrar cada juego y eso tomaba semanas o también meses.
MAME permitía cargar los ROMs, pero también traía pantallazos del juego, datos accesorios, imágenes de promoción y, lo más importante, espacio para cheats, que eran trucos con los que uno podía alterar la jugabilidad de un videojuego, por ejemplo, hacer que nuestro Pac-Man siempre estuviera en modo comilón después de tragarse la píldora de poder o que al cañón del Space Invaders no lo mataran las balas de los extraterrestres.
Y entonces me re-obsesioné con los flippers. Al punto que, cuando trabajaba para Ciudad Virtual en Terra, un portal prehistórico de Internet a inicios de los dos mil, propuse escribir una columna semanal a la que quería llamar, “Crónicas Delta”, apoyándome en el hallazgo de los MAMEs.
El libro Play Again? de Daniel Hidalgo publicado por Santiago-Ander, me ha traído estos recuerdos de mi propia biografía, como una especie de MAME narrativo. A lo largo de su centenar de páginas y en microcápsulas que jamás superan las ciento veinte palabras, Hidalgo se da maña para contar su propia historia con los videojuegos, en su experiencia de niño de los ochentas y adolescente de los noventas. Desfilan por sus páginas desde el mismo Pong, hasta el Snake de los Nokias, pasando por Pitfall!, toda la saga de Mario, el propio Pac-Man o Mortal Kombat.

Se trata de una empresa de lo que se denomina, “scholar fan” —esto es, un académico que ha logrado investigar un tema que lo ha apasionado desde pequeño, como Sam Dunn, el creador del documental Metal: A Headbanger’s Journey, con el metal, por ejemplo—, sobre todo porque no es solo biografía videojueguística lo que se presenta en esas cápsulas, sino que todo un entramado de trivia, data, perspectiva y, si se me apura, un pie en los Cultural Studies.
Se cita en el texto a autores tan diversos como Hegel, Nietzsche, Freud o Marx, amén de ideas posestructuralistas, poscoloniales, la noción del capitalismo tardío de Jameson, o el simulacro de Baudrillard, en un ejercicio que dialoga con pensadores e intelectuales contemporáneos como Slavoj Žižek o Byung-Chul Han en su amor por las formas de vida y la comunidades imaginadas y compartidas de fines del siglo XX e inicios del siglo XXI.
Los capítulos de Play Again? pueden leerse a saltos en un ejercicio rayueliano, pero resulta más adecuado hacerlo en secuencia —conozca o no uno cada uno de los juegos a que se hace referencia—, porque de este mosaico emerge —quizá es mejor decir, “aflora”— una imagen de conjunto que anuda el caleidoscopio de flashazos conceptuales y vitales que se despliegan en la obra; una novelización de la cultura y la vida de quienes han jugado videojuegos por ya más de medio siglo.
Dice el autor, “es posible que tu videojuego favorito no esté en este libro” y rechaza el haber pretendido elaborar un ránking o un canon. Con todo, yo sí echo de menos algo: aunque fuera una mínima referencia a los videojuegos eróticos como Pocket Gal, Gals Panic! y, particularmente los juegos de desnudos del súbgenero llamado Mahjong, una especie de carioca japonesa en que, cuando se obtenía una combinación de fichas (tiles) determinada, se presentaban imágenes de contenido sexual a veces sumamente explícitas y que jamás se jugaron ni en Chile ni en la órbita occidental y solo fueron descubiertos para Occidente por los mismos MAMEs a fines de los noventas, al punto que una talla de la época decía que la sigla MAME ya no significaba Multiple Arcade Machine Emulator, sino Multiple Arcade Mahjong Emulator.
Una vez me encontré en un asado con el dueño del Insert Coin Bar, un pub en que se pueden jugar muchos arcades y en que los tragos tienen nombres de brebajes como Poción de Vida, Poción de Maná, Sub-Zero o Gengar. El dueño me reveló que la información más actualizada sobre la cantidad de dinero que movilizan los videojuegos en la actualidad dicta que esta es mayor que la de las industrias del cine y de la música… ¡juntas! (“En 2022, los videojuegos alcanzaron los 192,7 mil millones de dólares en ingresos, superando los 99 mil millones de la industria cinematográfica y los 25,9 mil millones de la industria musical” – IA de Google.)
Los videojuegos son, entonces, mucho más que una afición infantil o adolescente que alguna vez ha hecho a personas, como quien firma este texto, perder sus carreras universitarias, sino que un hito cultural y civilizatorio de tal magnitud que ya en la magnánima compilación de teoría literaria, The Norton Anthology of Theory and Criticism en su tercera edición de 2018, en su Theory Map se incluye un estudio en un espacio a caballo de los estudios de cultura popular y de los estudios de medios, bajo el rótulo de “video games studies”.
A eso quizá más que a cualquier otra cosa es a lo que tributa este libro, como un regalo de un scholar-fan al fandom de los arcades (flippers).