Paul Thomas Anderson nunca había hecho algo como Una batalla tras otra. Pareciera incapaz de filmar una película mala, desde que empezó como niño genio haciendo Magnolia y Boogie Nights en sus veintes y superándose con películas igual de ambiciosas y más pulidas como There will be blood y Phantom Thread. Pero su último estreno se siente diferente.
Por un lado, es su mayor producción y su estreno más grande. Le dieron más de 130 millones de dólares para ver cómo es que sería una película de PTA de alto presupuesto, se le dio el protagónico a Leonardo DiCaprio y se estrenó en más de 3500 cines en Estados Unidos, al mismo tiempo que en el resto del mundo.
La crítica se volvió loca, declarándola la mejor película del año con un entusiasmo consensual que no se veía desde Parasite. Aplaudieron el esfuerzo, no solo de adaptar libremente a Pynchon en una duración de casi tres horas, sino también por situar la película en el ahora, con todo lo que eso significa políticamente. Especialmente cuando los tiempos en que vivimos están tan convulsos.

La primera hora es la más hipnotizante, sumergiéndonos en el mundo de unos revolucionarios anticapitalistas mientras dilucidamos el alcance de su compromiso con la causa y cómo se va complicando a medida que los militares se les acercan. La película toma el lado de los luchadores, con DiCaprio y en particular su pareja Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) utilizando su ingenio y medios para enfrentarse a la maquinaria completa.
Sin spoilear, el grueso de la acción pasa años después, cuando DiCaprio es poco más que un hippie paranoico recluido de la sociedad y sobreprotegiendo a su hija, una adolescente a quien entrena en caso de que algo llegue a pasar.
Y cuando ese algo pasa, se desata una serie de persecuciones que involucran al antiguo grupo revolucionario, un colectivo de señores supremacistas blancos, militares, inmigrantes mexicanos, la comunidad local y hasta un grupo de monjas marihuaneras llamadas las Hermanas del Castor Valiente.

Es cine de acción de alto presupuesto pero mezclado con excentricidades cómicas que buscan hacer reír: desde la comedia física de DiCaprio (que suele estar mejor en este tipo de papeles) hasta la sátira que crea a partir de los arquetipos de la derecha estadounidense, que ahora se han vuelto los villanos en sus propias películas.
Más que nada nos recuerda al PTA desenfadado de Inherent Vice —donde también adaptó a Pynchon—, con la ambición desmesurada de Magnolia y el caos excéntrico de Boogie Nights.
Pero esta vez hace algo que se siente nuevo en su filmografía, y es permitirse tomar todo ese presupuesto millonario de Warner Bros y no solo hacer explotar la pantalla con bombas, persecuciones policiales y coreografías imposibles, sino también sucumbir a los instintos más masivos del cine hollywoodense. Una batalla tras otra es PTA en su versión más palomitera, optando por hacer que la gente aplauda, celebre, sufra y luego vuelva a su casa reconfortada, y asegurándose de que los Oscars que llevan casi treinta años ignorándolo finalmente le den su estatuilla en la siguiente edición tras 11 nominaciones.

Porque también se aseguró, tras un cuarto de década de situar sus películas en el pasado, de dialogar con el terror que acecha a los estadounidenses hoy, haciendo que además su película se les haga necesaria.
Muestra campos de detención de inmigrantes, militares que con naturalidad amenazan y disparan contra el pueblo, los submundos que crean un grupo de nazis que evalúan la pureza racial de sus compañeros y a un grupo de revolucionarios que intentan hacer algo con todo esto.
Pero en el fondo, es menos política de lo que todo eso sugiere. Porque lo que está en el centro es una historia de amor padre-hija. Porque PTA recordó que en este tipo de ficción poco importa todo lo demás si no hay un centro emocional con el que la gente pueda identificarse. Y ese vínculo es lo que más exprime, permitiéndose rematar con sentimentalismo una historia que se presentó a primera vista como una épica política en los tiempos de Trump.
Pero algo de eso queda. Anderson indaga en lo que constituye el éxito de una revolución y propone que mantenerla viva significa estar perdiéndola constantemente, pero volviéndola a retomar. Generacionalmente y a través del tiempo. Es dar una pelea después de otra, como ilustra con cada loma en la carretera de su clímax, sabiendo que estar en un bache solo indica que luego viene un subidón, y por eso hay que tomar vuelo y ocupar la fuerza a nuestro favor. Es lo que hace la diferencia.
Nota de riesgo: moderada.
