En tiempos de storytelling y storyselling, en que usamos las historias para competir por la atención, la memoria y la adhesión de la audiencia, Baricco publicó un libro brevísimo que patea suavemente el tablero: narremos, dice, para alcanzar la “culminación” de nosotros mismos.
Nos pasamos el día escuchando cuentos que intentan decirnos cómo pensar. El cuento de un político, por ejemplo, sobre cómo, ahora sí, “podemos estar tranquilos” de que resolverán un problema que tiene décadas. O el cuento de una alta ejecutiva sobre cómo el alza en las ventas es un “hito” que “refuerza” el compromiso de la empresa con sus “colaboradores”. O el de la marca entusiasta de turno, donde todo es alegría y placer porque es sustentable, innovadora y pensada para nosotros.
Pero ahí mismo, en medio de ese barullo, perdidos, tal vez, en el tejido de historias más amplio que es la vida en sociedad, hay ciertos relatos, dice Baricco en La vía de la narración, que nacen para “dar sonido a ciertas vibraciones misteriosas del mundo”. Son relatos que no intentan guiar nuestra conducta, sino exteriorizar una inquietud que el mundo ha instalado en la persona que narra: una perturbación que ha quedado inscrita en ella tras tomar contacto con algo incomprensible o desconocido.
A veces, dice Baricco, notamos una anomalía, un glitch; nuestra imagen del mundo se pixela o cambia de color y aunque somos incapaces de explicar ese desajuste, esa “vibración” se nos queda grabada.
Podríamos olvidar esa vibración o meterla debajo de la alfombra. Pero a veces, dice Baricco, la vibración persiste y “genera un campo magnético a su alrededor” que atrae otras experiencias y otros recuerdos, y va armando una red de eventos e ideas que no para de crecer y comienza a empujar pidiendo una salida.
A ese objeto interno, que resulta del impacto de una “vibración”, Baricco lo llama “historia”. La historia, en su vocabulario, no es un cuento ni un relato. Es más bien la fuente de la cual podrán nutrirse un cuento o un relato: materiales que, inquietamente presentes, son a un tiempo inaprensibles e inevitables. Son un asunto urgente —hasta que la persona por fin los narra. “Lo que saca a la historia de sí misma”, dice Baricco, “es el acto de contarla”.
La urgencia por liberarnos de la presión de una historia la conocemos muy bien en su versión más banal. Él vecino le habla a la cámara para contar el violento asalto que vio. Una hermana nos cuenta la pesadilla que la desveló por horas. Un desconocido nos pregunta, en la cola del café, qué nos pareció el Tiny Desk de 31 minutos y enseguida lo resume, antes de que hayamos dicho nada. Y un colega diserta sobre el partido entre Chile y Samoa, aunque nadie sabe nada de rugby.
No parece que ahí, en el origen de esos farragosos discursos, haya habido una experiencia digna de la etiqueta “vibración”. Pero hay que entender, nos diría Baricco, que la “historia por sí sola es poco más que una sensación.” Para transformarla en un relato que deje atrás el narcisismo del orador, y su impertinencia e impudicia… para que ocurra la magia que Baricco llama “narración”, hacen falta otros dos elementos: el estilo y la trama.
La trama es un recorrido: un camino posible entre varios, elegido para mapear parte de la historia. Hace una selección de fragmentos de los que levitan en el campo magnético de la historia y les da una secuencia: primero B, después A. El estilo, más misterioso y más simple, es como una voz: única, reconocible, personal.
Es cuando historia, trama y estilo confluyen que ocurre la narración —la narración que le interesa a Baricco, al menos. Sin trama y estilo, en cambio, el relato no despega: la intensidad de una pesadilla o la grandeza de un pequeño concierto no alcanzan a conmovernos —como sí parece ocurrir con quienes hablan de ellas.
Un amigo lleva años enganchado a una historia que él asegura es alucinante y desgarradora. Algo del mundo quedó al descubierto esa mañana en que vio lo que vio. Pero no sabe qué es y no sabe cómo compartir la escena sin traicionarla. Él quiere, me ha dicho, que al escucharlo las personas sientan algo parecido a lo que sintió él; quiere transmitir la experiencia. Y su historia tiene ya veinte años.
Esperaba en el auto a que fueran las nueve cuando vio pasar frente a él a cinco caballos bellísimos: fuertes, altivos, guiados en un suave y firme galope por su entrenador. No sabe ya si pasaron una o dos veces frente a él. Y no sabe tampoco por qué levantó la vista en el momento en que lo hizo. Pero cuando miró, ahí mismo uno de los caballos tropezó y cayó al suelo en un acto innecesario y brutal, un acto de tal fuerza, de tal “violencia”, dice él, que sintió que algo se había perdido para siempre.
La caída grotesca del caballo no alcanzó a borrar el orgullo y la opulencia que venían flotando en el aire; el animal se paró de inmediato y retomó la carrera. Y no recuerda, mi amigo, sonido alguno. “Es como si solo yo hubiera sentido el impacto de la bestia en el suelo”, me ha dicho.
Él todavía no sabe —tampoco yo— qué es exactamente la “vibración” que le tocó sentir. No contamos, aún, con un relato que nos deje conformes. Él sólo ha conseguido que nos asomemos al mundo interior del portador de la historia; que, a lo más, escuchemos el zumbido de ese “campo magnético” que, surgido en torno a la vivencia del desplome del caballo, no consigue salir.
Poco después de La vía de la narración Baricco publicó la novela Abel. Y su protagonista, Abel Crow, tiene un repertorio impresionante de experiencias luminosas como la de mi amigo. A diferencia de mi amigo, Abel sabe cómo aprovecharlas: “Siento una vibración, entonces disparo”, dice en la primera línea de la novela. Y lo hace con precisión sorprendente: Abel es, sin duda, el mejor pistolero del Lejano Oeste.
Pero Abel, como mi amigo, no sabe qué son exactamente esas vibraciones. Sus disparos son sólo huellas de las vibraciones que siente. Lo que sí sabe hacer, aunque sea de manera indirecta, es crear él mismo, cada vez que dispara y da en el blanco, el material para otra posible historia. Así ocurre, por ejemplo, el día en que se convierte en leyenda usando un Místico, la maniobra en que “desenfundas y utilizas las dos pistolas para acertar simultáneamente a dos blancos diferentes”.
Abel es el Sheriff del pueblo. Rebecca Roth y sus dos hermanos han asaltado el banco y tienen rehenes. Pero Abel Crow observa, mantiene la calma, y decide. Le pide a Scott, su ayudante, que se haga cargo del cabrón más débil, y a Rebecca y al otro hermano los elimina con un solo gesto. “No sé por qué, pero a mí me encanta el Místico”, dice.
Sale herido (“Qué buena era Rebecca, joder”). Pero cuando se recobra, está en el médico y en todos los periódicos.
Leyendo esa escena dan ganas de estar ahí y ser testigo de la hazaña. Dan ganas de saber qué sintió Abel cuando sintió la “vibración” que lo hizo disparar, y ganas de leer esos diarios de los días siguientes con la esperanza de encontrar una explicación, una luz, para lo que ya hemos visto.
No la encontraríamos, pienso. Tampoco podría estar en la novela. Porque para Abel y para Baricco no se trata de explicar el misterio, sino de mostrarlo. “Me di cuenta”, dice Abel unas páginas antes, “de que mi forma de crear sería revelar el misterio apretando el gatillo”. Pero el estruendo del disparo y el cuerpo del oponente que cae muerto no explican ningún misterio. Aunque sí marcan con elocuencia (y violencia) que hubo una señal en medio del ruido que Abel sí percibió. Revelar, aquí, es algo así como señalar o dar fe o, más acertadamente, apuntar.
Además de un western entretenido, inteligente y elegante, Abel es una novela sobre la actualidad del misterio y es, además, la puesta en práctica de las ideas que expone Baricco en La vía de la narración. La novela son 27 secciones breves y diría, con riesgo, que cada una registra algún tipo de vibración o de glitch, algún encuentro con algo que escapa a la comprensión.
Abel va contando su vida, pero no de manera lineal, sino reuniendo las conversaciones y escenas en las que algo fundamental ocurrió y reorientó su camino. Es como si quisiera demostrar que su persona no es muy distinta de esas que aparecían en la casa de su infancia, “en los límites de lo conocido”: nadie entendía “cómo demonios habían llegado hasta allí”. Pero habían avanzado: encadenando “una serie impresionante de metas parciales, […] de decisiones mínimas”.
No es que la novela carezca de esa trama que Baricco le exige al relato para que alcance verdadera altura. De hecho el rumor de la trama se siente con fuerza: la lectura obliga, de algún modo, a buscar el hilo que une los diversos fragmentos. La novela algo trama, pero lo hace de manera difusa. Hay, sí, elecciones claras: Abel narra construyendo una serie de instantes en que una partícula del mundo vibró y le mostró que había algo más allá de la frontera que él conocía. Pero, ¿qué silueta dibujan?
Es tentador e incluso entretenido (hemos sido entrenadas para eso) pensar que ese algo es un secreto: algo que Abel o la novela o Baricco saben y ocultan. Pero aquí mi propuesta es mirarlo como misterio: hablamos de algo que nadie, ni dentro ni fuera del libro, comprende.
Abel mismo quería comprender y quería explicar. Comprender, por ejemplo, qué lugar darle a los “salvajes”. “Solo he amado a una mujer”, dice (la libertad de ese amor también da ganas de vivirla más de cerca), criada entre los dakotas. Y eso a pesar de ser hijo de un padre a quien “degollaron casi con hastío” los mismos salvajes.
Siguiendo ese deseo habla con Joshua, su hermano, de quien “dicen que está loco”. Y en la cárcel, donde está preso, Joshua le explica: “somos segmentos de figuras más grandes. Incapaces de leerlas, vemos sucesos casuales” donde lo que hay es las partes de “inmensos pictogramas”.
Después de escucharlo —y entonces ya había llenado el mundo de disparos insólitos— Abel decide gastar lo que le queda de vida buscando “el dibujo” del que es “una pequeña parte y segmento”. “Es lo mejor que he hecho”, agrega.
Aquí la puesta en obra de La vía de la narración se tensa un poco. Porque en La vía Baricco es enfático al afirmar que los acontecimientos de una vida “ni respetan un orden ni lo generan”. Nuestras vidas, por ejemplo, no siguen inevitablemente la “travesía del héroe”, como creen ciertos fanáticos del storytelling. Y afirma, incluso, que hay un “veneno” en la exaltación desmedida de esa famosa estructura.
El viaje del héroe nos da unos principios para organizar el material narrativo: un patrón de desafíos, transformación y triunfo. Es un patrón efectivo, pero no es el único. Y su efectividad y popularidad (y su larga vida) no demuestran que sea el fiel reflejo de las inquietudes “universales” de la humanidad. Se trata solo de una de las formas que hemos inventado para narrar: una de las tramas posibles.
El veneno que nombra Baricco tiene por efecto hacernos creer que el mundo sí es único, de una sola manera, y que ya está agotado. Nos convence de que ya tenemos el mapa para recorrer cualquier territorio y que si nuestra historia no calza con el molde del hero’s journey entonces no vale la pena contarla.
¿Cómo entender entonces el “pictograma” del que habla Joshua y el “dibujo” que Abel se desgasta buscando? Es tentador e incluso conveniente (hemos sido entrenadas bajo esa convención) pensar que “el dibujo” que Abel persigue ya viene dado, que ya fue trazado por otra mano. Pero aquí mi propuesta es pensarlo, con Baricco, como una figura por venir.
Es posible, sugiere Baricco, mirar hacia atrás no para hacer calzar las piezas en un molde, sino para retomar las “páginas en blanco” que fuimos dejando y escribirlas con palabras propias, para que así, unidas ahora al resto, proyecten un sentido. “El que narra, se convierte”, dice Baricco, porque no se limita a organizar el pasado, “sino que suscita el futuro.” El acto de narrar crea una dirección, indica hacia dónde avanzar. Apunta —para volver a ese verbo— hacia un horizonte posible.
Al pensar así la búsqueda de Abel, el “oráculo” que le da su hermano (“somos segmentos de figuras más grandes”) sugiere que hay no una clave para ordenar el mundo, esperando que la encontremos, sino más bien una vía para darle sentido al caos misterioso del que somos parte.
La “culminación de uno mismo” que propone Baricco, como aspiración para quien narra, se lograría no al interpretar el pasado para fijar una identidad imperturbable, sino al reescribir el pasado para darle lugar a aquello que tuvimos que hacer a un lado: “narrar para narrar”, propone, “y, con ello, completar el texto de la propia existencia”.
Habría que dedicarse, entonces, como Abel, a narrar.
“Nuestro libro sagrado”, le dice una bruja a Crow, no es una ley, ni un veredicto. Es más bien “un canto” que no tiene “otro propósito que resonar”: un canto que se sigue cantando. “Son los pasos de los hombres, cada día y cada noche, los que lo escriben. […] Somos una mano que escribe”.