En la década de 1820, una serie de nuevos activos debutó en el listado de la Bolsa de Valores de Londres. Entre los aburridos títulos de la deuda pública inglesa y las acciones de la cervecería Whitebread (listada en la Bolsa hasta hoy), surgieron activos que despertaron amplio interés, a pesar del riesgo y el desconocimiento en su entorno: bonos de deuda de los recién independizados países de América Latina.

En el contexto de las guerras de independencia, los nuevos países latinoamericanos —de México a Chile— acudieron a la Bolsa de Londres para emitir bonos de sus recién inauguradas deudas externas. Las promesas eran infinitas: la plata de las repúblicas andinas y de México, las cosechas de Centroamérica, Brasil y Argentina. Ahora todos podían hacer negocios con los manufactureros ingleses.
Una procesión de diplomáticos y empresarios inundó los salones de la Bolsa de Valores de Londres, cargados con documentos y panfletos que prometían un nuevo mundo de negocios lucrativos para el inversionista británico. A comienzos del siglo XIX, las Américas aún emanaban la imagen de un continente lleno de riquezas y peligros. Los diarios de viajes populares del siglo XVIII, así como la leyenda de El Dorado, seguían presentes en el imaginario europeo. La apertura al comercio británico con los nuevos Estados independientes parecía una apuesta real en un mercado con pocas opciones de inversión.
De los bonos emitidos durante ese período, algunos llamaban especial atención. Uno de ellos era del Imperio de Brasil. La antigua colonia portuguesa había logrado su independencia de manera relativamente pacífica, optando por el ya conocido modelo monárquico. Además, el nuevo emperador, D. Pedro I, era hijo del rey de Portugal y heredó un inmenso imperio continental que ocupaba la mitad de Sudamérica. Este imperio, que ensayaba sus pasos con la producción de café, había sido el mayor productor de oro del mundo en el siglo XVIII. Contaba con una inmensa población africana esclavizada, que garantizaba mano de obra para la expansión económica del “país del futuro”.
El diplomático brasileño en Londres, marqués de Barbacena, acostumbrado a la etiqueta de las cortes europeas, entre banquetes y cacerías logró atraer a importantes banqueros como socios de Brasil en esta nueva aventura. Entre ellos, la prestigiosa casa bancaria de los Rothschild, una poderosa señal para los inversionistas de que invertir en los bonos de Brasil era una jugada no solo lucrativa, sino también segura.
En el otro lado del espectro estaban las repúblicas de México, Chile, Gran Colombia, Guatemala y la provincia de Buenos Aires. La fama de Simón Bolívar como heraldo de los ideales republicanos era conocida en Europa. Sus hazañas se volvieron un elemento importante para la venta de los bonos de la Gran Colombia, y también ejercieron un efecto positivo sobre los demás países. Las promesas de las riquezas minerales de México y Chile y el potencial comercial del puerto de Buenos Aires ofrecían atractivos adicionales para los inversionistas con apetito de riesgo y ganas de enriquecimiento.
Los bonos del Reino de Poyais
Pero entre las grandes repúblicas hispanas y el imperio brasileño apareció otro concurrente. Un país misterioso, enclavado entre las vibrantes selvas de Centroamérica y las prístinas aguas del Caribe. Era el Reino de Poyais, en lo que sería la actual Honduras.

Cuando Gregor McGregor, un desconocido oficial de la marina inglesa, arribó a Londres en 1821 con la intención de vender los bonos del Reino de Poyais, poca gente sabía de este misterioso territorio. McGregor traía noticias de un país rico en maderas nobles, tierras fértiles, clima ameno y una población indígena amistosa. Se presentaba como “Cacique de Poyais” y portaba una carta del rey George Frederic Augustus autorizándolo a emitir bonos para pavimentar las calles de la recién construida capital, además de estructurar el Banco de Poyais.

McGregor era un escocés aventurero, típico de la gran era de las navegaciones globales del siglo XVIII. Como oficial de la marina británica había luchado contra los ejércitos de Napoleón en España durante la década de 1810 y adquirido el rango de capitán de flotilla. De regreso a Londres, conoció a Francisco de Miranda, uno de los generales de Bolívar en las guerras de independencia. Miranda se impresionó con su actitud y sus relatos de hazañas militares, y lo invitó a unirse a los ejércitos revolucionarios.

En Caracas, McGregor haría su jugada más importante. Tras un buen desempeño en la conquista de la ciudad venezolana de Barcelona en 1816, el aventurero escocés llamó la atención del mítico Libertador. El resultado fue más que positivo: se casó con una prima de Bolívar y fue elevado al rango de coronel.
Sin embargo, su empeño revolucionario era considerado, digamos, dudoso. Tras abandonar a sus tropas en Panamá para disfrutar de fiestas y cenas en la ciudad de Portobelo, McGregor provocó la furia del Libertador, que lo consideró un traidor. El escocés empacó sus medallas y lucientes espadas y volvió a su tierra natal en 1820.
Ahí empieza la historia del Reino de Poyais. En Londres, McGregor sabía que los enviados de los países latinoamericanos estaban visitando bancos para emitir bonos en la Bolsa. No había un minuto que perder. Arrendó un edificio cerca de las recién instaladas legaciones diplomáticas de los nuevos países y ofreció una serie de banquetes con conferencias sobre las maravillas de Poyais. Encargó notas en los diarios y panfletos sobre las riquezas inexploradas del nuevo reino centroamericano. Además, distribuyó condecoraciones militares y títulos honoríficos a quienes quería seducir. Su trayectoria como coronel y su matrimonio con una prima del Libertador se convirtieron en credenciales de peso para atraer a inversionistas dispuestos a comprar bonos de Poyais.
En 1822 McGregor lanzó £200.000 en bonos al 6% del Reino de Poyais en la Bolsa de Londres. Asimismo, logró atraer a más de 200 inversionistas escoceses con la venta de tierras agrícolas cerca de la capital.
Las ventas de terrenos fueron un éxito: colonos de la empobrecida Normandía y de las highlands escocesas vendieron todas sus pertenencias para adquirir prometedoras tierras tropicales de azúcar, tabaco e índigo, además de abundantes reservas de maderas preciosas. McGregor publicó repetidamente las ventajas de Poyais en The Times, donde incluso anunció el pago de los premiums del empréstito. Para comenzar a invertir en sus tierras, las libras y francos no serían útiles. Así, gran parte de los colonos cambiaron sus ahorros por dólares de Poyais, emitidos por… el Banco de Poyais.
El verdadero Reino de Poyais
A fines de 1822, una embarcación de colonos escoceses llegó a la costa de Honduras para tomar posesión de los terrenos y comenzar la construcción del nuevo país. No encontraron al rey, ni al banco, ni a la capital. Muchos murieron durante los meses de estadía en la abandonada costa hondureña, hasta que fueron rescatados por una guarnición británica estacionada en Belice.
Cuando las noticias del fracaso llegaron a Londres, los ánimos se agriaron: los precios de los bonos de Poyais cayeron de £80 a £2. McGregor no fue encontrado: había huido a la seguridad de su estancia en Venezuela, donde terminaría sus días viviendo de una modesta pensión como coronel, tras reconciliarse con el Libertador y lejos de la furia de inversionistas y colonos arruinados. Ahí se encontraba el verdadero Poyais.
A pesar del caso espectacular de Poyais —el reino que nunca fue— los bonos de los demás países de América Latina siguieron su camino en la Bolsa de Londres. La euforia por activos que prometían construir un nuevo mundo en las Américas retrocedió con las primeras noticias de moratorias de las repúblicas hispanas en 1825. Los empréstitos habían sido emitidos en su mayoría para comprar armamentos y pagar soldados, objetivos poco productivos desde un punto de vista financiero.
Con el estallido de la burbuja en 1825, muchos activos latinoamericanos perdieron hasta el 70% de su valor en el mercado. La excepción fue el Imperio de Brasil, que logró enfrentar la ola de defaults con una negociación exitosa con el Banco Rothschild, siendo el único país latinoamericano que siguió pagando sus deudas a lo largo del siglo XIX y llegó a entregar rendimientos de 6% entre 1824 y 1889, tiempo que duraría el Imperio. Un excelente negocio en tiempos en que la deuda pública inglesa rendía apenas un 3%.
Sin embargo, todos los países en default regresaron a los mercados en la década de 1850, convirtiéndose en un destino privilegiado de la inversión británica hasta la Primera Guerra Mundial.
En este episodio, las excepciones de Brasil y Poyais conformaron los extremos de un mercado que apenas emergía en los inicios del siglo XIX. La euforia con nuevas oportunidades de inversión en un mundo que surgía guarda lecciones para el inversionista del presente.
La apertura de mercados y el surgimiento de nuevas inversiones pueden hacer brillar los ojos de los inversionistas, pero el conocimiento del terreno en el que se quiere apostar es fundamental. McGregor se aprovechó del desconocimiento de los incautos escoceses e ingleses para vender un país que no existía. En cambio, los Rothschild establecieron una relación sólida con Brasil, con enviados estacionados en Río de Janeiro y un completo archivo sobre la vida económica del imperio, conservado meticulosamente en la City de Londres.