Hoy en día la palabra "minimalismo" sirve para referirse a un montón de cosas. Desde la decoración de un departamento hasta el look & feel de una aplicación. Mi sensación es que en muchos casos se ha convertido en un deseo estético, algo que todos queremos lograr en lo que hacemos: sacar lo innecesario, botar la grasa, apuntar a la funcionalidad de las cosas.
Pero como casi cualquier ismo, el minimalismo partió como un movimiento artístico. En los años 50 y 60 en Nueva York, una serie de artistas que habían aprendido del constructivismo ruso, la Bauhaus y del arte conceptual, querían alejarse del Arte Pop que dominaba la escena de esos años. Así que en vez de pintar tarros de sopa enlatada, a Marilyn Monroe o una serie de tortas, se pusieron a pintar... cubos.
Bueno, no solo cubos, pero la idea era darle una vuelta a la oferta cultural del Pop Art que se basaba en la explosión de los medios de comunicación masivos y la cultura consumista norteamericana de mitad del siglo XX. Para eso, proponían un arte mínimo, que buscaba la simplicidad y la utilidad; eliminando el exceso. Su lema fue –y tal vez lo sigue siendo– menos es más. Hoy en día nos parece una frase perogrullo, que puede usar desde tu mamá hasta tu jefe, pero hay que ponerse en el lugar de estos artistas que veían un arte dominado, precisamente, por el exceso (de tortas, como te contamos la semana pasada).
El minimalismo, además, proponían que el espectador jugaba un rol fundamental en la obra de arte. Era la parte que "completaba" el cuadro o escultura que estuviera viendo, su reacción era fundamental. La idea era influir en ese espectador, y que adoptara un postura frente a lo que estaba viendo.
Por algo el minimalismo se convertiría luego en una forma de vida, una postura frente al consumismo y en una serie de libros de autoayuda o de decoración de interiores.
Es extraño que esta corriente tan extendida hoy en día haya partido en el MoMA, el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, donde luego de haber servido en la Guerra de Corea, un joven Solomon LeWitt entraba a trabajar. Allí se cruzaría con un montón de artistas y pensadores de diferentes áreas con los que partiría este nuevo movimiento minimalista.
En los 60, LeWitt partió armando estructuras (no le gustaba el término "escultura", algo que dice bastante de su concepción artística). Se trataba principalmente de cubos y formas geométricas. Al principio se trataba de formas lineales revestidas o rellenadas, pero pronto se dio cuenta de que lo que más le gustaba, era dejar los esqueletos de las estructuras al descubierto.





Si viste El Brutalista, sabes que desde la Bauhaus, la arquitectura ya era considerada parte constitutiva de las artes –aunque una siempre polémica–. Y el minimalismo de LeWitt conversaba desde sus inicios con los espacios y las construcciones.
Pero LeWitt también "pintaba". Lo pongo entre comillas porque muchas veces, él solo hacía el esquema y contrataba un equipo de artistas que lo ayudaban a ejecutar sus pinturas. Donde más ayuda necesitaba, era en sus murales, de los que se hicieron más de 1.200, e incluso después de su muerte en 2007 se han seguido pintando. Por eso, lo más probable es que si te topaste con "un LeWitt", haya sido en un formato así:







Mi favorita, una muralla pintada en la inauguración del Museo Guggenheim en Bilbao:
Este video toca otro tema central en la obra de LeWitt: su idea de obra artística se alejaba muchísimo del concepto tradicional de autoría, en donde un genio único e irrepetible crea una obra única e irrepetible; y más bien pensaba en sus obras como una serie de instrucciones que podían ser reutilizadas y, como no, reinterpretadas. Una forma de pensar que tal vez nos acerque a lo que estamos viviendo hoy en día con el boom de la inteligencia artificial.