Algunos creen que todos los artistas latinoamericanos están condenados a moverse a ciegas entre dos polos –teóricamente– opuestos: por un lado, las raíces, el lugar de procedencia, nuestra historia local y regional. Por otro, el cosmopolitismo, el mundo ancho y abierto de Europa y Estados Unidos que siempre nos llama.
En los escritores se nota esa tensión: muchos han sido acusados de simplemente copiar modelos europeos y ser epígonos de los grandes maestros. Como si siempre estuviéramos llegando tarde a todas las modas. A otros se les recrimina ser demasiado localistas, y que su literatura no podrá tener jamás repercusión universal porque a quién le van a interesar esas historias de pueblos perdidos en el fin del mundo.
Como muchas de las discusiones en torno al arte, este debate entre lo particular y lo universal puede ser un poco inútil. Primero, porque suele no llevar a ninguna parte y segundo, porque hay sobrados ejemplos de artistas latinoamericanos que se dieron vuelta el juego de la literatura cosmopolita sin dejar de lado sus raíces locales. Borges más allá, Cortázar un poco más acá y Bolaño antes de ayer, son tres ejemplos que se me vienen a la mente así bien rápido.
Algunos dirían que el recientemente fallecido Mario Vargas Llosa, también (personalmente diría que no siempre, aunque con Conversación en la catedral seguro que sí).
Y hay pintores que también lo lograron. Y como es una semana para recordar a Vargas Llosa, voy a citar lo que dijo alguna vez sobre Fernando de Szyszlo:
La pintura en América Latina ha estado siempre amenazada por dos clases de frustración: el aldeanismo y el cosmopolitismo. (...) Muy pocos pintores han logrado conjurar ambos peligros, creando una obra desdeñosa de ambas actitudes cuya originalidad haya ido forjándose a partir de necesidades anímicas individuales orgullosamente asumidas y de una lucidez capaz de valerse de todo lo propio y lo ajeno, lo duradero y lo efímero –para plasmarlos en arte. Szyszlo es uno de esos pocos.
Parece simple –y tal vez lo es–, pero la respuesta es que no es necesario cargarse a ninguno de los dos polos, ni aldea ni metrópolis, para hacer arte. Se puede ir de uno a otro libremente. Y la obra de Szyszlo lo logra –al menos, según su amigo Vargas Llosa–.
Szyzslo partió estudiando arquitectura pero rápidamente se pasó al mundo de la pintura. Después de terminar su formación académica se fue a París donde conoció a André Breton y a Octavio Paz, entre otros intelectuales de la época. Ahí se empapó del cubismo –que influiría en su primera obra– y el arte abstracto, del que sería uno de los principales promotores en América Latina.







Algunos ejemplos de su obra
Szyszlo fue, igual que su querido amigo Vargas Llosa, un promotor del ideario liberal en su país. Cuando el escritor le comentó que se quería lanzar a presidente, este no dudó un segundo y se puso a trabajar para su campaña.
Pero volviendo a su capacidad de ir de un lugar a otro en sus pinturas, podríamos decir que su padre –un geógrafo y diplomático polaco– y su madre, de raíces indioespañolas, le enseñaron que no es uno u otro, si no que ambos funcionan mejor. Gracias a eso Szyszlo triunfó donde muchos fracasaron.