Hoy cumplo cien días sobrio. No es mucho, lo sé, pero para un bebedor habitual es una cifra que, en un principio, parece inalcanzable. Y es que cuando el alcohol forma una parte integral de tu vida (sobre todo de tu vida social), intentar dejarlo —de un día para otro y por tiempo indefinido, como en mi caso— es un propósito tan improbable como tener que escalar una montaña inexpugnable; una montaña, además, cuya cima se aleja con cada paso que das.
Cuando a Ernst Hemingway le restringieron el alcohol por motivos de salud, le escribió a un amigo: «El problema es que durante toda mi vida, cuando las cosas iban muy mal, siempre podía tomarme una copa y de repente todo era mucho mejor. Cuando no puedes beber es diferente».
La verdad, dejar el alcohol no fue difícil, tenía razonables motivos para hacerlo, así que una vez tomada la decisión, no hubo vuelta atrás. Pero abstenerse es sólo una parte del proceso, el primer paso. Como escribió Sarah Hepola en Blackout: «No beber era sencillo. Sólo una cuestión de movimiento muscular, simplemente la negativa a llevarme una copa de alcohol a los labios. Lo imposible era todo lo demás».
Das el primer paso, decides dejarlo, ahora tienes que aprender a vivir sin el comodín del alcohol; tienes que resignarte a la sobriedad y asumir que, de ahora en adelante, pasarás tus días en un estado de permanente lucidez y estricto autocontrol. Y no es para nada sencillo habituarse a ese otro mundo —inédito para el bebedor— donde los días y las noches son predecibles y uniformes, un mundo en alta definición, espeluznantemente nítido. Un extraño mundo en el que siempre despiertas sabiendo qué hiciste la noche anterior.
Cuando le preguntaron al poeta Dylan Thomas por qué se emborrachaba tan a menudo, respondió: «porque cada vez es diferente».
«Cuando habías tomado una copa, sabías que era la mejor forma de vivir en el mundo, porque cualquier cosa podía suceder. No sé cómo vive la gente cuando sabe exactamente lo que le va a pasar cada día. Me parece que es mejor estar muerto que vivir así», escribió Jean Rhys en Viaje a la oscuridad.
Un sexagenario John Cheever anotó en su diario: «Pasar de una continua embriaguez a una sobriedad total es una tortura violenta». En mi caso, pasar de una regular embriaguez a la completa abstinencia no fue una experiencia tan desgarradora —Cheever escribió lo anterior al salir de rehabilitación—, pero sí hubo días que pasaron con una lentitud angustiosa, exasperante. El primer mes, sobre todo. Días que iba tachando con un lápiz rojo en un calendario pegado a la puerta del refrigerador. Días de ansiedad y aburrimiento, descoloridos, eternos, predecibles. Cada día tachado era una condecoración, una medalla, además de la confirmación de que los días efectivamente pasaban, aunque no te dieras cuenta.
«El acto de voluntad que se necesita para dejar de beber es colosal, y el sentimiento de pérdida resultante se asemeja al descrito por los marginados y apóstatas del Partido Comunista o de la Iglesia Católica», escribió —con ironía pero no sin razón— William Palmer en In love with hell. El sentimiento de pérdida es vívido, aunque más que una apostasía, yo lo experimenté como un exilio interior. Los primeros días sobrio te sientes en una especie de limbo: ya no perteneces al mundo de los bebedores, y en el nuevo mundo al que te asomas te sientes un intruso, y no conoces, prácticamente, a nadie. En palabras de Palmer: «La renuncia al alcohol implica la pérdida permanente de todos los compañeros, amigos, amantes, camaradas y sirvientes del culto a la bebida; la pérdida de los rituales compartidos, de las horas y horas pasadas en agradable compañía (...) Perder esto es abandonar todo un mundo, una forma de vida, y ser arrojado a un desierto psicológico con solo los sobrios como compañeros».
Lo describe con precisión Hepola: «¿Cómo iba a hablar con la gente? ¿Quién iba a ser? ¿Cómo sería la intimidad, sin estar inducida por el gluglú de una botella de vino o un vaso de cerveza? (...) Mi estilo de vida, mi identidad, mis propósitos, mi luz... todo perdido con una botella que se cierra».
Es una experiencia singular. Exteriormente tu vida sigue siendo la misma, sigues frecuentando a la misma gente, no te marginas de ninguna actividad, pero por dentro te sientes aislado, excluido, como habitando una dimensión paralela. Ya no formas parte de ese otro mundo de camaradería, complicidad, euforia y desinhibición que propicia el alcohol, estás del otro lado (y la mayoría de las veces solo). «La sobriedad disminuye, discrimina y dice no; la embriaguez expande, une y dice sí. Es, de hecho, el gran excitador de la función del Sí en el ser humano», escribió William James.
Y tú te quedas del lado del no, encapsulado en ti mismo y tienes que esforzarte para no sentirte aislado. Y aunque intentes participar en la conversación de los borrachos, ya no estás en la misma sintonía, estás demasiado lúcido y te das cuenta de sus inconsistencias, de las repeticiones, de que en verdad nadie se escucha con atención («los bebedores son pésimos oyentes», afirma Hepola); los chistes no te dan (tanta) risa, las voces altisonantes y las carcajadas destempladas te molestan, así que no aguantas mucho tiempo y decides volver temprano a tu casa, a la soledad y al silencio de tu nuevo mundo, al que, sin darte cuenta, empiezas a habituarte. «Al menos, voy a despertar sin caña», te consuelas.
Pero de a poco te vas acostumbrando, te reconcilias con la lucidez y asumes que tu vida está cambiando y tú tampoco eres exactamente el mismo; tu yo alcoholizado ya no existe. «La sobriedad no significa necesariamente una personalidad nueva; más bien es una especie de lento cambio del espíritu», escribió Olivia Laing en El viaje a Echo Spring. Te acostumbras también a las ventajas de la sobriedad: ahora los fines de semana despiertas temprano, tu ánimo se mantiene más o menos estable, tienes más energía (o ya no la pierdes recuperándote de una borrachera tras otra); lees más, ves más películas y gastas muchísimo menos plata. Y aunque la sensación de exilio interior nunca se va del todo, habitas con aceptación el mundo de la sobriedad, disfrutas de tu tiempo en este lado, a sabiendas de que todavía estás con visa de turista, que eres un recién llegado y la tentación del otro mundo está siempre a la vuelta de la esquina.
«Para ser sincero —dijo Raymond Carver en una entrevista en The Paris Review—, estoy más orgulloso de haber dejado de beber, que de cualquier cosa en mi vida».