Siempre me han obsesionado un poco los mapas. Cuando era chico me pasaba horas mirando el Atlas del colegio, buscando nombres extraños de países lejanos que soñaba con conocer algún día –aunque una parte de mí ya sabía que jamás pisaría Bandar Seri Begawan, la capital de Brunei–.
Seguramente a todos les ha pasado: abres el Google Maps y de repente te encuentras dando vueltas por lugares totalmente aleatorios. El mapa tiene ese efecto: te transporta simbólicamente a un lugar diferente sin moverte del sillón. Y digo "simbólicamente" porque el mapa es una abstracción, aunque a veces se nos olvide: eliges qué cosas representar y qué cosas dejar afuera. El mapa nunca puede ser una replica exacta del territorio.
Una paradoja que exploró, por ejemplo, Lewis Carrol en Silvia y Bruno, o Jorge Luis Borges en uno de sus mejores minicuentos, Del rigor de la ciencia:
En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él.
Esta exageración borgeana nos recuerda que el mapa tiene que elegir. Y que incluso esa elección da pie a formas creativas de entender el territorio. Algo parecido a lo que sucedió en Nueva York a mediados del siglo XIX.
La metrópolis no paraba de crecer, pero en el upstate, todavía quedaban centenares de mansiones y casas campestres que reflejaban un paisaje que poco a poco iba siendo consumido por la ciudad.
Es lo que hoy en día se conoce como Washington Heights, y que desde un helicóptero se ve así:

Para entender bien los dibujos que voy a mostrarles más abajo, hay que entender un poco el contexto. En Estados Unidos existe una institución muy cool llamada el Index of American Design. Un programa federal que se encargó de indexar una cantidad absurda de imágenes, dibujos, fotografías, ilustraciones y un largo etcétera desde el periodo colonial hasta el 1900. Hasta el momento han juntado casi 19,000 obras.
En 1936, El historiador de arte William Schack, investigador principal de la Unidad de Jardines Históricos del IAD, se topó con un plano manuscrito realizado entre 1860 y 1864 por el ingeniero E. R. Blackwell, a quien la ciudad de Nueva York le había encomendado el trazado de las calles por encima de la calle 155, el final del plano cuadriculado de la ciudad de 1811.
Blackwell quedó tan asombrado al encontrar una Arcadia tan bien conservada y tan cerca del corazón de la principal metrópolis de su país, que no solo mostró los edificios y terrenos de la finca en el plano, sino que también dibujó representaciones ampliadas en el reverso del manuscrito. Después, siete artistas del IAD, le pusieron color, sombra y textura mucho más allá de los elementos registrados por Blackwell.

Un paréntesis: la Arcadia es un lugar utópico asociado con la abundancia natural, la armonía entre el hombre y la naturaleza, y una vida pastoral feliz y simple. Y viendo las mansiones llenas de jardines, canchas de tenis, plantaciones florales y otras maravillas, a uno le viene la sensación de que el concepto está bien usado en este caso.









Este trabajo de Blackwell y el upgrade que le pusieron los artistas del IAD, es considerado el inicio formal del paisajismo arquitectónico como una práctica artística formal.
Seguramente estas imágenes te traen algún recuerdo personal: esa calle de tu ciudad que ya no existe, esos terrenos vacíos que hoy son condominios, esa vieja casa que hoy es un edificio de 20 pisos. La ciudad avanza, siempre, y no le pide permiso a nadie. Tomemos las palabras del editor James Gordon Bennett, dueño de una de las fastuosas casas de aquellos años:
No hay nada comparable en los suburbios de Londres, París, Berlín, Viena ni en ninguna otra ciudad europea. Si se mantiene alejado de intermediarios y especuladores, y se le permite crecer, como lo está haciendo, bajo la dirección de sus propietarios, se convertirá en diez o quince años en uno de los barrios más bellos del mundo, y en un lugar infinitamente superior a la Quinta Avenida o Central Park para las elegantes residencias de comerciantes y otros.
Gordon Bennett debería haberlo sabido: su Arcadia tenía los días contados. Quedará el recuerdo del mapa.





