Los vehículos eléctricos nos acompañan hace mucho más tiempo de lo que suele creerse. Nacieron casi al mismo tiempo que sus pares cochinones de combustión interna. Tan pronto como 1897, solo doce años después de que debutara el “carruaje sin caballos” del alemán Karl Benz (el de Mercedes-Benz), ya hormigueaba por Londres una flota de 75 taxis eléctricos, los Bersey electric cab.
General Motors facturó 239 unidades de su camión eléctrico, el Model 3, que en un punto llegó a sumar el 40% de sus ventas totales. Porsche hoy lo asociamos al rugido de pistones frenéticos, pero el primer cacharro que diseñó Ferdinand Porsche, en 1898, operaba también con el expediente de los electrones. Los primeros récords de velocidad fueron todos capturados por autos eléctricos, incluyendo el primero en superar la barrera de los 100 km/h, un bólido belga llamado La Jamais Contente que alcanzó 105,8 km/h en 1899, tripulado por Camille Jenatzy. El piloto, consciente del peligro inherente a sus hazañas, predijo que moriría a bordo de un Mercedes. Una noche se escondió entre los arbustos e imitó el ruido de un jabalí. Un cazador le disparó, lo condujeron raudo al hospital y murió en el camino… en un coche marca Mercedes.
¿Por qué entonces nos pasamos todo el siglo XX, y la mayor parte de lo que va del XXI sometidos a una hegemonía casi absoluta de motores que arrojan veneno a pocos metros de nuestros pulmones?
A algunos les gusta entrever poderes oscuros: petroleras nefastas que acaparan patentes para limpiar el camino de cualquier obstáculo en su purulento negocio. Es, en parte, la tesis de ¿Quién mató al auto eléctrico?, un popular documental acerca del fracaso del General Motors EV1, lanzado en 1996.
La realidad, lamento decepcionarlo, es mucho más aburrida. Esa flota de taxis londinense, La Jamais Contente y el General Motors EV1 no cambiaron el mundo por un motivo mucho más simple: la tecnología de baterías no había madurado lo suficiente para competir con la generosa densidad energética de los derivados de petróleo. Ese torpedo belga tenía una autonomía ínfima, porque fue diseñado solo para batir récords de velocidad, y así y todo sus baterías de plomo y ácido, como las que hoy utilizamos para la partida, daban cuenta de la mitad de sus 1.450 kgs. Los últimos modelos del General Motors EV1 empleaban baterías de níquel-metal, ofrecían una autonomía de apenas 169 kilómetros y había que desembolsar la friolera de US$ 65.000 (en plata de hoy). Cuando se requiere pagar tres veces el precio de un auto comparable y ni siquiera te permite viajar de Santiago a San Fernando sin parar varias horas a recargar, no se necesita conspiranoia alguna para entender por qué fracasó.
El ticket a la fama de la electromovilidad fue pavimentado por los premios Nobel de física de 2019, John B. Goodenough, M. Stanley Whittingham y Akira Yoshino, padres de la batería de ion de litio. Si una de plomo y ácido acumula 170 kilojoules de energía en cada kilogramo, una de ión-litio anda por los 880 ¡Más del quíntuple! Un Tesla Model S nos hace salivar porque logra 604 kilómetros de autonomía con una batería de 625 kgs., pero si se le ocurre intentarlo con plomo y ácido vaya haciéndose el ánimo para una monstruosidad de 3.200 kgs. solo en batería, lo que llevaría a nuestro autito unifamiliar al equipo de tanques, camiones y blindados.
Gracias a esta maravilla de la tecnología es que explotó la electromovilidad, que laptops aguantan ocho horas, y que la ubicuidad de drones llevó a la policía de Países Bajos a adiestrar halcones para derribar los más insolentes.
¿Consecuencia? La demanda mundial de litio trepó a las nubes. Mientras que en el 2000 anotaba 52 kilotoneladas, en 2022 anduvo por las 666 (13X), y para 2030 se proyectan 2.300 (44X, madre mía). A modo de referencia, entre 2000 y 2022 la demanda mundial por cobre creció solo 1,7X.
¿Consecuencia? La velocidad del aumento catapultó el precio a la troposfera. Y luego a la estratósfera. Y luego a la mesosfera. Y luego a la term…. ya, no exageremos. Si entre 2000 y 2015 el kg. se transaba entre US$ 4,6 y 5,7, sin grandes variaciones, en 2022 los productores chilenos vendieron en US$ 46 promedio, con picos mucho más altos.
¿Consecuencia? Los dos únicos productores, SQM y la estadounidense Albemarle (ex Rockwood) tributaron US$ 5.032 millones, más del doble que CODELCO (US$ 2.243 M) y más que la suma de toda la gran minería privada del cobre (US$ 4.545). Es una cifra realmente astronómica. Permítame llevarlo a mi métrica favorita: mis bienamados paneles fotovoltaicos. Con esas lucas se los podrían instalar a los 2,6 millones de hogares más pobres de Chile, lo que a) reduciría en forma permanente su gasto en electricidad, b) abatiría una tracalada de gases de efecto invernadero, y c) su instalación generaría una avalancha de empleos y haría madurar la industria a muy gran escala.
Lo increíble es que esto se logró explotando un solo salar, el de Atacama. El más grande y el más rico, cierto, el filete mundial cuando se trata de litio, cierto; pero en Chile hay otros 58 que contienen litio. De esos, existe información más precisa de solo 23:
Lo más importante para que un negocio de litio flote es su concentración. La salmuera de ese unicornio geológico que es Atacama promedia 1.500 partes por millón (y en algunas zonas anda por las 2.000), pero sobre 400 los proyectos ya vuelan con los nuevos métodos de extracción directa (DLE). Pues bien, con la información incompleta que existe hay ocho salares más en esa condición.
(23 salares (de 59) con contenido de litio, ordenados por concentración. Fuente: Cabello, 2022)
En Argentina hay cerca de 40 proyectos en desarrollo con concentraciones de este tipo. ¿Por qué seguimos entonces pegados solo en Atacama? ¿Por qué, si nos ganamos la lotería, estamos cobrando solo la mitad?
La respuesta es para llorar. En 1979, la dictadura designó al litio como un mineral estratégico y, a diferencia de cualquier otro, no concesible. No porque previeran un alud de electromovilidad, por supuesto. Por entonces la batería de ion de litio apenas cabalgaba la imaginación de Goodenough. No. Fue por su potencial uso en fisión y fusión nuclear. De hecho, el instrumento que concedió tan insólito estatus, el Decreto Ley N°2.886 de 1979, singularizó además al uranio y al torio, y exige la aprobación de la Comisión Chilena de Energía Nuclear para la comercialización de cualquiera de estos tres. En 1982 esta condición fue reafirmada por la ley orgánica constitucional sobre concesiones mineras.
Miren, hay muchos temas públicos complejos, respecto a los cuales uno adopta postura consciente de los argumentos de peso al otro lado de la balanza: permitir o no la selección escolar, legalizar o no la marihuana, penalizar o no el aborto. Temas peliagudos, en que cualquier opción implica renuncias. El carácter inconcebible del litio no es el caso. Considerando que hay espacio de sobra para una hipotética Empresa Nacional del Litio y además actores privados, que no es “uno u otro” sino “ambos si así se quiere”, esto es simplemente una tontería indefendible. En un contexto en que cientos de miles de toneladas se transan cada año libremente, establecer una camisa de fuerza a causa de unos cuantos kilogramos que podrían usarse para fisión o fusión es un mero disparate. Por eso no hay un solo productor de litio en el mundo que enfrente una restricción semejante. Ese fósil jurídico de la Guerra Fría es el principal motivo por el cual Chile, que suministraba el 67% del litio mundial en 2000, no producirá más del 14% en 2030.
Es urgente derogar este sinsentido. No se trata de otorgar condiciones especialmente ventajosas. No. Se trata tan solo de otorgar la misma concesibilidad del cobre, el hierro, la plata o cualquier otro, para luego evaluar cada proyecto en su mérito (evaluación ambiental, consulta indígena, etc). Dicho de otro modo, condiciones similares a las que enfrenta el litio en todos los otros distritos mineros del mundo. No es más que eso. Entonces sí que habría incentivos para explorar, y sabríamos la firme respecto a cuantos salares pintan pa’ buenos.
Este clamor por desembarazarnos de tan torpe anomalía no equivale, desde luego, a una solicitud de chipe libre para arrasar con todo, secar las lagunas altiplánicas y llorar la muerte de parinas. El ambiental es el verdadero desafío ¿En qué salares y bajo qué condiciones es posible una explotación sustentable, capaz de mantener el equilibrio hídrico? No es fácil, pero eso es lo que debiéramos estar debatiendo, no un tumor jurídico por completo obsoleto que ni siquiera nos permite abordar esas preguntas.
Y si usted se opone por consideraciones ambientales, aun consciente de que todo proyecto requiere aprobación del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, considere la siguiente secuencia lógica:
- La electromovilidad es una de las armas más poderosas para enfrentar el cambio climático.
- El litio es pieza imprescindible para la electromovilidad con la tecnología de 2023.
- Las condiciones naturales del desierto de Atacama permiten explotar con impacto mínimo en relación a todos los otros yacimientos. Australia, el país que con mayor astucia ha suplido la incapacidad de Chile de responder al boom, genera siete veces más gases de efecto invernadero por tonelada de litio producida, por el simple motivo de que la geología es mucho más chúcara que la nuestra.
Todo proyecto de litio debe abordarse con cuidados extremos, por cierto, y para eso existe el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, pero lo que no podemos hacer es ni siquiera enfrentar ese desafío.