Nosferatu ha tenido varias encarnaciones, desde la película seminal de 1922, pasando por la versión de Werner Herzog en los 70s y luego una secuela no autorizada. Si consideramos que el conde Orlok en sí mismo es una adaptación de Dracula que cambió hechos y nombres para no infringir derechos de autor, las versiones de esta historia son muchísimas más, hasta 200 si contamos parodias y apariciones del vampiro en otros medios.
Es un personaje tan icónico y una historia tan conocida que, como pasa con las obras de teatro que reencarnan una y otra vez, las nuevas formas que adopta parecen reflejar más las tendencias de un momento, las tecnologías disponibles y las preocupaciones actuales, usando el texto como punto de partida.
Y por eso es interesante ver qué hace un director como Robert Eggers con él.
La adaptación de Robert Eggers
La misma historia, pero extendida. El mismo género, pero más psicológico. Los mismos personajes, pero privilegiando la perspectiva de la mujer condenada. A eso añadimos detalles históricos y folklóricos, mejoramos los efectos especiales y hacemos que todo sea perturbadoramente sexual.
Lejos de intentar sorprendernos, Eggers mantiene el marco de la historia y la trata como una fábula. Es casi burda en lo directa, su película más accesible en cuanto a la narrativa. Es mucho más similar a la estructura epopéyica de El hombre del norte que a la subjetividad temporal de El faro, la entrada más arriesgada de su filmografía y quizás la más interesante. Su Nosferatu se conforma con ser un cuento de hadas que sabemos cómo terminará, y es quizás por respeto a la obra seminal del expresionismo alemán, que se considera sacrilegio tocar.
Robert Eggers marcó un hito en el terror norteamericano en una década que volvió a darle valor al terror (Hereditary, It follows o The Babadook fueron parte de esta camada) y con The Witch planteó un tipo de horror psicológico e inteligente, con una obsesión por el detalle histórico que permitía que uno se introdujera en universos únicos y específicos. Desde los vestuarios, el lenguaje y la idiosincrasia hasta los lugares de donde proviene el miedo en sus películas se sienten genuinos.
Aquí el desafío era diferente, ya que se enfrenta al peso de las versiones previas de Nosferatu y a las expectativas de un público familiarizado tanto con el vampiro como con el resto de la filmografía del director.
El darle más protagonismo al personaje de Ellen (Lily Rose Depp) es la mayor diferenciación de esta versión. Desde el principio, la mujer siente una presencia maligna que la llama, alguien que quiere poseerla y que finalmente lo hace. Esto alerta a la comunidad a su alrededor, que prefiere tratarla con medicina tradicional hasta que se dan cuenta –muy tarde– de que ese no es el camino.
Mientras ella empeora, su esposo (Nicholas Hoult) emprende un viaje para buscar a un conde a quien venderle una casa. En toda esta preparación, la nueva Nosferatu ya lleva una hora de seteo atmosférico en lo que en versiones anteriores se quedaba solo en la premisa. Desde allí, empieza a presentarse el vampiro de a poco, siempre fragmentado, sin que podamos darle forma por completo, capaz de moverse desde las sombras y con una voz gutural que parece venir de otro lugar. Es un Bill Skarsgård irreconocible, que ya ha ganado fama por transformarse en figuras horrorosas como el payaso Pennywise de It, pero aquí le añade a la caracterización la dimensión de la lujuria.
Porque lo que quiere hacer el conde Orlok es poseer a Ellen en todo sentido, desde su alma hasta su cuerpo entero y de manera sexual. Ella se excita, se convulsiona, emite sonidos sobrenaturales y empieza a entender que no podrá hacer mucho para salvarse. Por mientras, los efectos del vampiro se dejan caer sobre la ciudad, llega la plaga y mueren los seres queridos de la mujer maldita.
Y lo que hace Eggers es contarlo como un gran cuento de hadas, espeluznante pero sin tanta identidad. Sí, detectamos en la paleta de colores similar a la de The Northman al autor, y es sorprendente, una vez más, su juego fotográfico con las sombras y su precisión por los detalles. Pero, más allá de ser una historia ambiciosa bien contada, se echa de menos una impronta mayor, una necesidad particular por revisitar este personaje.
¿Cómo reimagina Eggers a Nosferatu? Un vampiro hoy en día puede significar muchas cosas: el consumo insaciable, la inmortalidad vacía, el aislamiento emocional. Pero ninguna de esas parece ser la conexión que el autor busca con el presente. Lo histórico con lo psicológico se fusiona una vez más en una obra admirable que, más allá de lo explícitamente caliente, no aporta un giro nuevo. En ese sentido, en sus peores momentos, se siente agotadora, una historia directa sin subtexto que no resuena más allá de sus imágenes y sonidos perfectos.
Murnau usó el vampiro para hablar de la peste y Herzog lo reimaginó como un ser trágico en una época nihilista, mientras que Eggers parece jugarlo un poco más seguro, desapareciendo en un relato al que poco se le puede criticar, pero que también tiene poco que será memorable con el paso del tiempo.
Nota de riesgo: moderada