El póster de La sustancia presume con orgullo lo que la diferencia del resto de la oferta: “absolutamente una puta locura”, “la experiencia cinematográfica más enferma y entretenida del año”, “un clásico instantáneo del body-horror”. ¿Cómo se pueden cumplir esas expectativas?
Tirando toda la carne a la parrilla. Metiendo terror en una sátira asquerosa, reviviendo a Demi Moore solo para destruirla y creando un cuento de hadas sobre los peligros de querer ser joven por siempre.
Cuesta escribir de La sustancia porque la película es compleja y a la vez simple, tonta e inteligente, de buen y mal gusto, y le está encantando a la gente mientras otros ya la consideran sobrevalorada.
Pero es como una droga. Si permites que te enganche su estilo colorido, te arrastre con música electrónica, te presente a personajes absurdos y te lleve a un baño claustrofóbico, quizás termines disfrutando la sustancia. Es fácil dejarse llevar, es divertido, y promete cambiar tu vida. ¿Qué podría salir mal?
Una película que solo busca llegar más lejos
El universo de La Sustancia es una simplificación de Hollywood en el que solo parecen existir dos espacios: el canal de televisión donde Elisabeth Sparkle sostiene lo que queda de su carrera en la industria del espectáculo y su departamento ostentoso con vista al mundo que la está olvidando.
Elisabeth pierde vigencia, se siente vieja y está sola. Y a alguien que se valida a través de su apariencia le es fácil caer en LA SUSTANCIA, siempre con mayúsculas, una droga que le promete convertirse en una mejor versión de sí misma. Con ella, una jeringa y una secuencia perturbadora, crea a una doble. Sue es una mujer joven y canónicamente hermosa a través de la cual puede vivir siempre que vuelva a su cuerpo original semana por medio.
El riesgo es no dejarse llevar por la perfección. A Elisabeth le advierten repetidas veces que tenga cuidado, que ambas versiones son una sola, y el espectador se pregunta hasta qué punto se diferencian ambas mujeres mientras estas empiezan a destruirse.
Contar más de la trama es innecesario ya que, como la crítica y el público ha dicho, la película es un viaje. Una montaña rusa que funciona mejor si sabes poco. Si solo vas, suspendes la incredulidad y absorbes la creatividad con la que Coralie Fargeat narra una historia que parece querer pasarlo bien antes que todo.
Fargeat ha encontrado formas originales de contar un montón de secuencias que se sienten frescas por su mano. Desde la primera escena se presenta como una directora diferente, empeñada en darle un giro desde el sonido, la angulación de cámara o la interpretación de sus actores a escenas que podríamos sentir que hemos visto antes.
Y todos los recursos mencionados, además de la banda sonora, el color, el montaje, van en función del exceso. De crear una artificialidad pulcra que después pueda pudrirse. Pero funciona porque todo el código está aumentado. Partiendo con escenas chocantes de sangre, heridas, pus y agujas, hasta pasajes fantásticos donde enciende una bola epiléptica de luces y una llama de fuego forma un corazón. Una mujer expulsa una pata de pollo de su ombligo y eso está filmado con el mismo dramatismo que la acción de tirar algo a la basura o caminar por la calle.
¿Efectista? Sí. Pero es entretenido y hace que más de dos horas se pasen volando. Y además está nivelado con una historia honesta.
El deseo de validación de la protagonista es tratado con honestidad, su miedo a no ser suficiente y su creencia de que hay algo malo con ella. La elegida aquí fue Demi Moore, pero podrían haber sido cientos de actrices más que la industria descartó cuando alcanzaron cierta edad. Y La Sustancia lo sabe y lo condena, aunque más condena el deseo de las mujeres de resistirse a envejecer. Mostrando a Moore de la forma más fea imaginable según la definición que manejamos de la palabra, la culpa de caer en la trampa de retrasar el envejecimiento en vez de hacer las paces con él. Pero pareciera ser su manera de impedir que lo siga haciendo. De la misma forma, ridiculiza la figura de Margaret Qualley, la contraparte, a quien sexualiza de forma burda.
A través de Sue, nos muestra lo fácil que es comercializar la juventud. “Eres hermosa y con un corazón puro”, le dice un productor de televisión con hambre y malicia, “y la gente te va a amar”. Porque la idea es sexualizar a la joven desde su candidez, desde su inocencia. Verla como una niña que no sabe que tiene el cuerpo que la cámara cosifica al extremo.
Nada en La Sustancia es sutil y la película solo es mejor por eso. Los personajes son caricaturescos, su trama es disparatada y su mensaje es lapidario. Pero lo más importante es que la forma que Fargeat ha elegido para contar esta historia, a través del horror corporal, la diferencia. Y su compromiso con pasarlo bien y llevarlo todo tan lejos, la eleva.
La Sustancia quiere remecernos y conmocionarnos. Y hacía rato que una película no buscaba afectarnos de esta manera. Aunque sepamos hacia dónde va, es emocionante ver cómo no se detiene, llevando el deterioro de su protagonista y su perdición lo más lejos posible en un tercer acto que se empeña en superarse a sí mismo. Y cuando crees que ha terminado, le quedan dos vueltas más antes de lanzarse al absurdo.
Da gusto ver cómo una película que podría haber sido cine B trashy se toma en serio y se arriesga. Que te saca carcajadas mientras te hace revolcarte en el asiento. Que incluso logra conmover. Y todo sin dejar de ser ella misma. El éxito que está teniendo con las audiencias nos anuncia que quizás se va corriendo el límite, que tenemos más tolerancia de la que creíamos a imágenes como estas, que no nos asqueamos ni ofendemos tan fácilmente si algo está así de comprometido a ser una locura y que efectivamente puede terminar siendo una experiencia imperdible en el cine.