El 13 de abril murió uno de los héroes de mi juventud. Mi novia me dio la noticia casi en un murmullo: "Se murió Mario Vargas Llosa en Lima". Reflexioné un instante que pareció una eternidad. Un autor que jamás conocí, pero que cambió mi vida, se había ido.
Mi primera lectura de Mario Vargas Llosa no fue planeada. Mi madre compró en La Casa del Libro en Satélite una edición especial de La Ciudad y los Perros que, abajo a la derecha, lucía una estampa: "Ganador del Premio Nobel de Literatura". Mi madre, como muchas otras, balanceaba muchas responsabilidades al mismo tiempo: asuntos de su oficina, ser enfermera de tiempo parcial de mi abuela y madre a tiempo completo de mi hermano y de mí. Nunca encontró el momento para leer ese libro. Pero no dudó ni un instante en prestármelo cuando se lo pedí. Ese libro me presentó a Alberto Fernández, "el Poeta", un adolescente que tenía mi edad.
Era extraño. Mi escuela no era militar como el Colegio Leoncio Prado, yo no era peruano, y no vivía ni por asomo una violencia tan cruel como la que se describe en el libro, pero Vargas Llosa captó en esa novela algo universal sobre ser adolescente: la mezcla de vulnerabilidad, arrogancia y compañerismo que uno siente en esos años de crecimiento. A través de sus ojos me di cuenta que la fantasía no sólo estaba en los libros, sino que también inunda la vida y las tragedias humanas. Y que en la vida, a pesar de las severidades, uno puede encontrar inspiración para crear arte.
Aquel libro fue mi puerta de entrada a una literatura latinoamericana que desconocía. Ese camino me condujo a las enigmáticas narraciones de Carlos Fuentes, al mágico Ixtepec de Elena Garro y terminó en un librito de Gabriel García Márquez, Crónica de una Muerte Anunciada. Con cada página mi mundo se expandía y mis certezas se tambaleaban. En ese camino me di cuenta de que no quería ser médico y que realmente no sabía qué quería estudiar ni cómo se iba a ver mi futuro. Sin embargo, supe con certeza que quería que los libros fueran parte del trayecto.
Después de la muerte de Vargas Llosa, me lancé a leer La tía Julia y el escribidor y devoré con pasión morbosa lo que descubrí era una historia real: la de un joven que sueña con ser escritor mientras trabaja en la Radio Peruana y se enamora de su tía política: la tía Julia. Me maravilló su valentía para convertir su propia vida en literatura, para exponer con las contradicciones de un adolescente sus deseos y la lucha que tuvo que hacer para hacerlos realidad. Otro libro personal que recuerdo con cariño del escritor peruano fue La casa verde que me transportó a una diversa geografía en el Perú entre la desértica Piura y la exuberante Amazonía.
No todos los héroes son perfectos y no siempre estuve de acuerdo con el escritor. Muchas veces, siendo yo joven, abría el periódico Reforma los fines de semana y encontraba columnas de opinión donde Vargas Llosa se pronunciaba sobre temas en los que yo me encontraba en la vereda opuesta. Su controvertida exclamación de que México era la "dictadura perfecta" fue desatinada. En esa misma reunión Octavio Paz lo corrigió, sugiriendo tener mayor cuidado con la precisión de las palabras. Sin embargo nunca creí lo que dijo alguna vez un famoso escritor sobre él: "A Varguitas se le lee, pero no se le escucha".
Porque si hay algo que valga la pena escuchar es el discurso con el que recibió en el 2010 el Premio Nobel de Literatura. En él, Mario Vargas Llosa regresa a sus orígenes. El galardonado habla sobre cómo aquel niño nacido en Perú se acercó por primera vez a los libros. Menciona que sus primeros cuentos fueron una continuación de las historias que no quería que terminaran. Habla del capitán Nemo; de los mosqueteros d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís, y de esos personajes que poblaron su infancia y que lo llevaron a descubrir su vocación. "La literatura —dice— convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura".
Y tal vez eso es lo que más le agradezco a Marito, como le decía la tía Julia: el haberme abierto una puerta a la belleza de las historias, un portal que, una vez cruzado, transforma para siempre a quien se atreve a entrar.