Este año debe ser uno de los que más me ha movido musicalmente. Soy de esas personas que pasan casi todo el día escuchando música; en el trabajo, en la calle, en el auto, leyendo acostado en la cama o haciendo aseo. Naturalmente, si comienzas a pasar todo el día en ese estado, lentamente los eventos de tu vida cotidiana irán quedando asociados por el resto de la eternidad a canciones que estaban resonando en tu cabeza ese momento.
Es así como el Electric Café de Kraftwerk y el Piano Bar de Charly García dejaron de ser sólo medios de entretenimiento y ahora con cada reproducción evocan una variedad de emociones, que elevan mi admiración por el genio de sus autores. Para mí, entrar en ese estado es perderme entre artículos de Wikipedia, reportajes de revistas y hasta comentarios en YouTube para conocer cada detalle, cada intervención, cada fracaso y toda la perseverancia que fueron necesarias para materializar esa visión conceptual. En esos momentos es cuando busco devolver un reconocimiento a los músicos, los que hacen posible revivir esas emociones.
Ahí tienes dos alternativas: vas a un concierto o pagas por el disco. Este año la primera opción se volvió inviable y sin embargo no impidió que sigamos consumiendo más música que nunca. Según la Asociación de Industria Discográfica de Estados Unidos (RIAA), durante la primera mitad de este 2020 y en pleno auge del Covid-19, la industria musical estadounidense creció un 5.6% a nivel de retail. Como es de esperar, la principal fuente de este crecimiento vino de servicios de streaming que llegaron a abarcar el 85% de las ganancias totales de la industria, de la mano de gigantes como Spotify, Apple, Amazon y Alphabet (a cargo de Google y YouTube).
Desde luego no todo en esta nueva es miel sobre hojuelas. Hemos visto durante el año algunas críticas a los porcentajes de ganancias que reciben los artistas, o que la calidad del sonido podría ser mejor, pero resulta razonable pensar que estas falencias se sanarán en la medida que siga existiendo competencia entre los proveedores.
Por otro lado, tampoco podemos decir que el servicio es malo: hoy en día puedes escuchar música desde cualquier lugar, con acceso a una librería prácticamente infinita e incluso sin acceso inmediato a Internet. Muchos de estos servicios ofrecen plusvalías como cambiar entre dispositivos sin detener la reproducción, recomendaciones en base a lo que escuchas o incluso insights sobre la música que escuchaste durante el año.
Y aun así, pese a todas estas conveniencias, existe un grupo de fanáticos que busca algo más. Hay una multitud que está comprando una cifra récord de discos de vinilo, y las cifras de Nielsen SoundScan —que existe desde 1991 y sirve de referencia al ranking Billboard— revelan que por segundo año consecutivo se ha roto el récord de ventas semanal, que superó las 1.250.000 unidades vendidas. Más aún, la misma RIAA reveló por primera vez que desde los años 80 los vinilos generaron más ingresos que los CD, a pesar de vender un volumen ligeramente menor. Es tal la fuerza de este mercado que hace unos años obligaron a Matsushita Electric (a.k.a. Panasonic) a revivir la marca Technics y volver a fabricar las legendarias tornamesas SL-1200.
En términos simples, estamos ante un producto por el que la gente está dispuesta a pagar mucho más, y aunque no soy un experto en este tema, sí tengo una opinión al respecto:
Nada reemplaza tener ese álbum que te fascina en un formato tangible con tus propias manos, ver el arte del disco en grande, cuidar de un objeto delicado pero perfectamente conservable, atesorable y heredable. Las posibilidades son muchas: puedes comprar un vinilo sólo porque te gusta tenerlo y nunca ponerle una aguja encima, o puedes comprar dos y guardar una copia en perfecto estado. Si eres coleccionista, puedes tener ese vinilo del cual sólo hay 500 copias numeradas (yo tengo la 337), o ese que hizo sonreír a su autor cuando se lo pasaste para que lo autografiara, y que humildemente te agradeció por comprar.
Sin ánimos de comenzar una guerra santa, también puedo reconocer que el formato digital es técnicamente superior en todo sentido al analógico, pero son esas limitaciones y falencias las que lo hacen especial.
No se puede grabar un vinilo con todos los volúmenes al tope, pues la aguja saltaría del surco, así que los ingenieros deben preparar mezclas especiales, con más cuidado en el balance que en la potencia de las ondas sonoras. En cambio, el streaming es perfecto; puedes llevar a tu casa una copia impecable de la grabación de estudio (aunque muchos no podamos notar la diferencia), escucharlo en la cocina y el living al mismo tiempo, pero no vivirás la experiencia, ni tendrás la preparación y reverencia por la obra.
El vinilo es irreemplazable; seguirá existiendo para cubrir esos nichos del mercado que no se ajustan al común denominador, y se debe considerar como un complemento más que un competidor del formato con mayor popularidad.