A complete unknown, película recién estrenada en Chile, protagonizada y producida por Timothée Chalamet (ganador del premio a mejor actor en los SAG Awards por su interpretación), recrea el prodigioso periodo que va de la llegada de un jovencísimo Bob Dylan a Nueva York, en 1961, hasta su polémica presentación, ya convertido en estrella, en el Newport Folk festival de julio de 1965. El comienzo del mito, podríamos decir. El momento decisivo en que Robert Allen Zimmerman, un joven judío del medio oeste, se presenta en la capital del mundo con el propósito de ganarse un espacio en la escena folk neoyorquina, para terminar convirtiéndose en uno de los artistas más relevantes e influyentes de su época. Un período de cuatro años y cinco discos que convirtieron, con inusitada y vertiginosa rapidez, a Dylan en una leyenda viviente antes de los veinticinco años.
Presentada así, la película prometía, y con esa expectativa (aunque no sin cierto recelo, tratándose de una producción hollywoodense) compré mi entrada y fui a verla el mismo día del estreno. Llevaba semanas (si no meses) esperando ese momento, no porque creyera que iba a ver una gran película, ni mucho menos una obra de arte, sino porque era una película sobre uno de mis artistas favoritos y quería ver qué habían hecho con esa historia que los fanáticos conocemos bien, que el propio Dylan se encargó de contar en el primer (y único) tomo de su autobiografía, y de la que hay registro en inmejorables documentales como Don’t look back, No direction Home o The other side of the mirror.
No éramos más de diez personas en la sala y mientras veía entrar a los demás espectadores (yo fui el primero en entrar a la sala) me preguntaba si ellos estaban ahí por las mismas razones o estaban ahí porque eran fans del protagonista o por simple curiosidad. Al terminar la película escuché decir a una mujer que no tenía idea quién era Bob Dylan. ¿Qué película vio ella, entonces? ¿Qué idea se hace de Dylan alguien que va a ver la película sin haberlo escuchado antes o conociéndolo apenas de nombre, a la pasada o porque ganó el Nobel de literatura hace poco? ¿Sale con ganas de buscarlo en Spotify? Me gustaría leer esa crónica. De las críticas que leí antes de escribir estas impresiones personales, todas mostraban que los autores conocían bastante bien la historia. ¿Será, entonces, A complete unknown una película para fanáticos o cualquier espectador, aunque desconozca por completo la trayectoria —y el contexto— de Dylan puede disfrutarla?
Basada en el libro Dylan goes electric de Elijah Wald, la película nos muestra el rápido ascenso de Dylan, desde su llegada a la gran ciudad, con el propósito de visitar a su ídolo, el también cantautor, Woody Guthrie —internado en una institución psiquiátrica desde 1956— y su exitosa incursión en la escena folk neoyorquina, que no tardó en rendirse a sus pies, seducida por su excepcional talento y una madurez artística inaudita para alguien de apenas veinte años. A complete unknown recrea los primeros años de esa meteórica carrera hasta el momento decisivo y polémico en que decide electrificar el sonido de su música y hacerse acompañar por una banda compuesta por músicos de blues, dejando atrás su figura de cantautor socialmente comprometido, portavoz de su generación, para convertirse en una estrella de rock, un beatnik de pelo alborotado, gafas oscuras, traje negro ajustado y botas de cuero. Transformación que para muchos fanáticos significó una traición, especialmente para aquellos fundamentalistas de la música folk, que vieron cómo uno de sus héroes se cambiaba de bando y abrazaba la frivolidad del rock and roll. Conflicto que estallaría durante la polémica presentación de Dylan y su banda en el Newport Folk Festival de julio de 1965. Y tendría su expresión más directa con un espectador gritándole «Judas» (pero no en Newport como muestra la película, sino mucho después, el 17 de mayo de 1966 durante un show en el Free Trade Hall de Manchester), y Dylan respondiendo: «No te creo».
¿Pero por qué tanta polémica se preguntará, seguramente, alguien que desconoce el contexto? ¿Qué tiene de terrible que un músico decida evolucionar?
El Festival de Newport era una empresa sin ánimo de lucro con una misión social. Ofrecía una vitrina poco frecuente en aquella época, no sólo para los cantantes de moda, sino también para artistas negros y de clase trabajadora que no gozaban de popularidad. El festival servía de enlace entre el movimiento por los derechos civiles del Sur y la comunidad folk del Norte urbano. Y en ese contexto Dylan había participado en el festival desde 1963. De ahí el escándalo que provocaría la presencia electificada de Dylan, quien cuatro días antes de su show había estrenado como single Like a rolling stone, uno de sus más grandes éxitos, canción que marcaba un cambio radical en su estilo, tanto a nivel musical como en sus letras, que empezaban a dar cuenta de nuevas influencias y se volvían más oscuras, más personales, a ratos más absurdas, desligándose del estilo que lo había convertido en un referente de la música de protesta y en el profeta o el portavoz de una generación, que cantaba contra los dueños de la guerra o anunciaba el peligro de una lluvia atómica.
Dividida en dos partes, la película comienza con los primeros pasos de Dylan en la gran ciudad, desde que desciende de la maleta del auto de una familia anónima, acompañado sólo de su guitarra y llega al Village, epicentro de la movida contracultural de esos años, donde no tardaría en dar sus primeros conciertos; conoce a Silvie Russo —personaje basado en Suze Rotolo, pareja de Dylan en la vida real, y a quien abraza en la portada de The Freewheelin’ Bob Dylan—; conoce a Joan Baez, con quién también tendría un tortuoso romance, graba su primer álbum, pasa noches sin dormir, componiendo clásicos que se volverían himnos y que convertirían al joven Dylan en un referente dentro del movimiento por los derechos civiles, y que lo llevarían a participar de la multitudinaria marcha de Washignton en donde Martin Luther King pronunciaría su famoso discurso: “I have a dream...”. Todo esto en medio de un conexto sociopolítico marcado por la crisis de los misiles y el asesinato de JFK.
Y es en esta primera parte donde quedan en evidencia ciertas falencias del guión, que reducen a unas pocas escenas todo un período en el que Dylan popularizó canciones que parecían reflejar el sentir de una generación y que lo llevaron a ser considerado el portavoz de esa juventud rebelde y vociferante. Así, la crisis de los misiles, la muerte de JFK y la participación de Dylan en la marcha de Washington apenas aparecen como noticias vistas al pasar en la televisión, dejando de lado todo un contexto que es fundamental para entender la segunda parte de la película. Sin tener presente el rol que Dylan tuvo en ese período álgido de la cultura estadounidense, toda la polémica respecto a la electrificación de su sonido podría parecer una polémica superficial, una simple reacción conservadora de parte de los puristas del folk —representados por Alan Lomax y el bonachón Pete Seeger— o el clásico y manido enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo. En este sentido, la película parece estar pensada para un público local, que conoce el contexto en que sucede la historia, o para los fanáticos que conocemos los hechos y no necesitamos llenar esos vacíos.
Aún así, la película entretiene y emociona a pesar de un guión más bien débil y una dirección correcta, con el estilo neutro de las producciones hollywoodenses. Entretiene y emociona porque la historia (real) es atractiva y las canciones hablan por sí solas. Y quizás este sea el mayor mérito de la película, la presencia constante de canciones, casi como en un musical, pero sin los clichés del género, además de las correctas (y a veces sorprendentes) interpretaciones de los actores, destacando, entre todas, el trabajo de Chalamet, quien a ratos logra un más que convincente Dylan, sin caer en la imitación o la caricatura.
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Sin duda, la producción musical de la película es uno de sus puntos altos, junto con la actuación de Chalamet, que más allá de lo musical, logra una interpretación convincente y sobria, que a ratos evoca con precisión al Dylan que hemos visto en documentales y registros de ese período, reproduciendo con acierto sus inflexiones de voz tan características, su actitud sardónica y desenfadada o los movimientos en el escenario y hasta la forma en que fuma o sostiene el cigarrillo. Actuación que lo hizo merecedor, hace un par de días, del premio a mejor actor en los SAG Awards, además de estar entre los favoritos para llevarse el Oscar en la misma categoría.
En resumen, A complete unknown es una película correcta, bien lograda según los estándares de la industria hollywoodense, que no sorprende pero cumple con la función de entretener y contar sin complejidades ni pretensiones artísticas, la historia alrededor de uno de los últimos mitos (vivientes) de la cultura occidental y algunas de sus canciones, que cambiaron indefectiblemente la historia de la música popular del siglo XX.