Hace justo 100 años, Jane Grant y su esposo Harold Ross fundaban The New Yorker, una de las revistas más influyentes del siglo XX y XXI. Necesitaban una portada, así que contactaron al ilustrador Rea Irving.
Irving quería reflejar los valores y las ideas que la revista buscaba transmitir. Encontró inspiración en la Enciclopedia Británica, específicamente en una imagen del Alfredo, Conde de Orsay.
Así nacía la primera portada del New Yorker.


Se ve el parecido de lejos
La idea era que la portada diera la sensación de que llevaban varios años publicándose; y al mismo tiempo reflejar el estilo sofisticado pero que al mismo tiempo sabe reírse de sí mismo. Así que eligió un dandy bien siglo XIX. Meses después se convertiría en un personaje clave, con nombre y apellido Eustace Tilley.
Irvin se convirtió así en el primer editor artístico de la revista, puesto que ocuparía por varios años más.
No fue coincidencia que Irvin mirara hacia el pasado para encontrar su modelo: él mismo venía de un mundo que se esfumaba rápidamente. Nacido en San Francisco en 1881, le tocó ver cómo Estados Unidos se convertía en una superpotencia al tiempo que Nueva York se convertía en la metrópolis por excelencia. Todo eso reflejaba Eustace Tilley.
Entre 1925 y 1958 sus dibujos aparecieron en 169 portadas. Tal fue su influencia que la tipografía que se usó en el logo de la revista, lleva su nombre (obviamente, él la diseñó).
Cualquiera que haya leído el New Yorker habrá visto una portada suya. Aunque no son fáciles de reconocer: y es que para dibujar 169 portadas hay que se multifacético. Y Irvin lo era. Desde dibujos de inspiración histórica –como sus perfiles que recuerdan dibujos romanos o griegos, algo que tomó la película Hércules de Disney aunque nadie se dio cuenta–, hasta caricaturas que se reían de la socialité neoyorkina. Irvin hacía de todo, y todo lo hacía bien.




Algunas caricaturas de Irvin riéndose de la créme de la créme neoyorkina.
Pero claro, lo que más fama le trajo fueron las múltiples portadas: todas un poco sarcásticas, todas inteligentes, todas hechas con una mano característica, que recuerda a esa primera idea de sofisticación y autoburla.








De más está decir que intentar recoger el estilo y el arte de Rea Irvin mediante una IA es imposible. Simplemente podemos tratar de recoger algunas de sus ideas, temas o técnicas, pero jamás el estilo ni su genialidad.

