Imagino una adaptación al formato streaming de la vida de Kafka. (Al parecer hay una versión alemana reciente; me apareció en Youtube pero cuando la quise ver ya no estaba). Pienso esto mientras leo el segundo tomo de Kafka, los años de las decisiones, la descomunal (y carísima) biografía escrita por Reiner Stach (Ed. Acantilado). Con lo que he leído —apenas la mitad de las 2.246 páginas totales— me parece que aquí hay material de sobra para, al menos, un par de temporadas. Pero, ¿alguien vería una serie como esta? ¿Qué atractivo podría tener para el ansioso y desatento público de hoy la vida de un escritor checo, muerto a los cuarenta años hace, justamente, un siglo? Una vida, además de breve, exteriormente monótona, gris, sin grandes dramas, sin excesos, sin aventuras extraordinarias, sin heroísmos.
Dejo de leer, me acomodo en la silla y esbozo un improbable guion en la cabeza. Repaso rápido las anécdotas que más recuerdo, buscando una primera escena, un comienzo: el interior de una típica casa burguesa del XIX. Un hombre y una mujer están sentados a la mesa en silencio. El hombre lee un enorme periódico y la mujer hace sumas y restas en un cuaderno. De una habitación que no vemos sale la voz de un niño que grita pidiendo agua. El hombre y la mujer no reaccionan. Los gritos continúan y se vuelven más desgarradores. El hombre cierra con un brusco ademán el periódico, lo arroja sobre la mesa y se levanta. Ahora vemos el portal oscuro de la casa. Es de noche y una luz azul ilumina débilmente la escena. De golpe la puerta se abre y aparece el hombre empujando a un niño que llora en silencio. El hombre cierra la puerta y el niño queda ahí parado solo, afuera, petrificado en el oscuro portal. La cámara se mantiene distante. Lo que vemos es una figura borrosa, espectral. El rostro del niño tiene algo de duende. Las orejas son grandes y puntiagudas.
Otra opción: una muchacha de pelo rubio, casi blanco, a todas luces una criada, camina rápido por un estrecho pasaje. Al llegar a la esquina se detiene y mira hacia la única ventana iluminada y abierta de toda la calle. La cámara entra por esa ventana. Vemos a un muchacho alto, moreno, casi raquítico y de edad indefinida que hace extraños estiramientos en ropa interior. La muchacha lo mira, sonríe y sigue caminando hasta que desaparece. El muchacho deja de hacer sus ejercicios y se asoma a la ventana. Se escuchan voces. En la calle, un hombre lleva a otro hombre sobre los hombros. El que va arriba habla y gesticula ampulosamente. El otro imita los ruidos y ademanes de un caballo. El muchacho mira la escena con una ambigua sonrisa.
Otro: Nueva York. 1955. Una anciana y enferma Felice Bauer decide aceptar la oferta de la editorial Shocken y vende toda su correspondencia con Kafka en ochocientos dólares. Los días previos a que se concrete el traspaso, Felice relee una por una las cartas. Y cada carta es un capítulo de la serie. O algo así. ¿Qué pasa después?, no sé. O si sé, pero ya no voy más allá con el juego.
Se me ocurren solo una serie de escenas sueltas: Kafka adolescente en clases de baile, por ejemplo. Kafka avergonzado de su cuerpo mientras va a nadar al río Moldava. Kafka a los diecinueve años manejando nervioso la moto de su tío por un camino de tierra. Kafka mostrando orgulloso a sus amigos que lleva las pantorrillas desnudas bajo el pantalón en pleno invierno, porque está convencido de que el frío fortalece la salud. Kafka en la mesa con su familia, comiendo verduras y frutos secos, masticando cuarenta veces cada bocado, mientras el padre se devora un bistec jugoso. Kafka viendo un partido de fútbol en el estadio. Kafka paseando con fascinación por la calle de las prostitutas. Kafka caminando rápido, con largas zancadas que dejan atrás al amigo que lo acompaña. Kafka teniendo encuentros sexuales furtivos con mujeres desconocidas. Kafka practicando el nudismo en un sanatorio, escribiéndole a Max Brod que vio a una pareja de hombres tan hermosos que hubiera querido lamerlos. Kafka y Brod durante una exhibición de aeroplanos en las que está también el poeta Gabriele D’Annunzio, exigiendo con arrogancia que lo dejaran subir a uno de los aviones. Kafka sombríamente enamorado de la hija del cuidador de la casa de Goethe en Weimar. El ataque de risa en la oficina de su jefe al darle la bienvenida en su primer día de trabajo. El encuentro intempestivo con Felice Bauer y la idea de irse juntos a recorrer Palestina. Kafka de aprendiz en un huerto, dispuesto a superar su neurastenia mediante el trabajo físico. Kafka vestido con pantalón y camisa, un día lluvioso y frío, plantado en medio de la tierra con un azadón en la mano. Kafka declarándole a Felice después de que ella aceptó su propuesta de matrimonio: “soy frío, egoísta e insensible”. La publicación de Contemplación en la editorial de Kurt Wolff. Las expectativas, el aviso en la prensa: “Un autor y un libro al que todo el mundo mira con el mayor interés”; las escasas ventas (menos de 400 ejemplares en un año). Kafka confesándole a Felice: “Consisto en literatura, no soy otra cosa ni puedo serlo”. “Odio todo lo que no se relaciona con la literatura”. “La totalidad de mi ser se orienta al hecho literario”. Kafka atendiendo aburrido la mercería del padre. El fallido emprendimiento familiar de instalar una fábrica de asbesto, de la que Kafka nunca quiso hacerse responsable. Kafka en sus largos insomnios diseccionando la realidad en su diario o escribiendo alguna de sus largas cartas siempre perfectas, irrebatibles.
Una recreación (en el estilo de la segunda temporada de Twin Peaks) de este fragmento de una carta a Brod: “Ideas, como por ejemplo, que estoy tendido en el suelo, cortado como un asado y que con la mano le acerco lentamente a un rincón los trozos de carne a un perro”. Así podría terminar la primera temporada: el cuerpo largo y sanguinolento de Kafka sobre un piso de baldosas blancas y negras, mientras un galgo negro de tres patas se lo come a pedazos.