Jugar en la primera división literaria

Tal como el jugador de fútbol de barrio que sueña con que lo descubran y terminar haciendo goles de cabeza en las grandes ligas, los escritores chilenos que nacimos alrededor del ochenta y cinco, queríamos lo mismo. Me hago un autogol con esta frase, porque existe una dicotomía entre la escritura y el mercado. El cliché está asociado a que una gran parte de los autores que más  amamos murieron en la pobreza, alcoholizados o enfermos, lo que no fue un impedimento para que su obra trascendiera. Extrañamente idealizamos a los que dan su vida por una causa, a los que se pierden.

Esta romantización del arte, aún opera en muchos niveles. Y se espera que el poeta sea un ser ermitaño, que se ilumine en soledad. Digo que esto es un cliché porque he conocido libros horrorosos escritos en lugares maravillosos, donde ni la chimenea encendida, ni la lluvia, ni los pájaros ni las caminatas de los bosques sirvieron para nada más que para escribir sucedáneos del Tao Te King, malas copias del libro Caminar de Henry David Thoreau y poemas que parecen letreros de una carnicería. Otros escritores como Truman Capote, que vivía en fiestas y almorzaban una papa diaria para tomar whisky todo el día y no engordar tanto, hicieron libros fundamentales en medio del ruido, el choque de los vasos, el griterío callejero y la bullanga de la movilización pública y privada.

En ese sentido, no es mejor ni lo uno ni lo otro, porque no todos los escritores que aman el silencio externo, pueden conectarse con un lugar de descanso interior, donde el tiempo se paraliza de alguna forma y da lo mismo que estén en un café en plena avenida o en un Parque Nacional. Y digo esto porque yo también encarné ese cliché. Me fui a vivir al sur por dos años a una cabaña con vista al cajón de un río. Según el censo, en la caleta viven 2000 personas, aunque no haya visto a más de doscientas. Me pregunto si los datos fueron fidedignos, o si los trabajadores consideraron por afecto a los animales como parte de la población. Vi en ese tiempo cosas muy bellas, pero me faltaba el estímulo social externo para encontrar mi propio asunto, mi voz se diluía con la lluvia, con el barro y el sonido de las olas. Temí de hecho, no escribir más.

En eso estaba cuando firmé un contrato con una gran editorial. Era como si el DT de la selección chilena se fijara en un mediocampista del Santiago Wanderers y le ofreciera ponerlo a jugar de titular, pero además ofreciéndole una prueba en el Inter de Milán al cabo de un tiempo. Mi posible gol era mi primera novela, después de haber publicado cuatro libros. Tuve un estupendo lanzamiento, que estuvo encabezado por la Premio Nacional Diamela Eltit. Para seguir con las metáforas del fútbol, y haciendo una comparación banal, fue como si Elías Figueroa me apadrinara.

En Chile, y en todo el mundo, las regalías para un autor son del 10% de la ganancia. Es decir, el otro 90% se distribuye entre el IVA, la edición, la distribución y otros asuntos. Me dieron un adelanto por las ventas, que me lo gasté en empanadas de la caleta, botellas de Carignan del Maule, americanos quemados en el único café del pueblo y libros que compraba aprovechando mis esporádicos viajes a Santiago. Firmé un contrato a cinco años, pero no salí de la banca. El pequeño mundo de lectores, amigos, familia y seguidores de redes sociales me aplaudieron cuando subí una foto de la firma. Me habían seguido la pista por años, comprando los ejemplares en las Ferias de libros y buscándolos por todos lados, porque mi asunto no habían sido las cadenas de librerías. Un par de haters me pusieron algunos comentarios del estilo “se las dan de que desprecian el mercado, pero se vuelven locos a la primera cuando una editorial grande los busca”. A esos haters, todos hombres, por cierto, los trataron de imbéciles, ignorantes y chaqueteros. No faltó quien dijo la frase típica: “El pago de Chile” parafraseando a Gabriela Mistral. Me llegaron muchísimos comentarios de lectores y lectoras que se emocionaron con mi libro, que, a raíz de esa lectura, se habían atrevido a buscar a sus padres (mi libro es un relato autobiográfico sobre la difícil relación con mi padre, a quien conocí a los treinta años), también mensajes de abandonadores que entendían por primera vez cómo se sentían sus hijos con su ausencia y que se sentían movilizados a cambiar. Estos mensajes operaban en mí como cheques emocionales.

Cada seis meses la editorial te entrega un balance detallado de las ventas. En mi caso, no lograba llegar a la suma del adelanto, lo que tenía a mis libros en un saldo negativo. Bajo ningún caso, el autor, si no vende ejemplares debe devolver el adelanto. Las únicas consecuencias son que el libro se considera una pérdida, probablemente acaba en los saldos y si hay sobrestock, se destruye. No se donan, no se entregan al autor, no se elaboran otras estrategias de marketing. La mayoría de los encargados de prensa y ventas suelen no conocer a los autores que están representando, no se leen sus libros. En general, la promoción que pertenece a los sellos de lo denominado literatura más seria, dura unas dos semanas, donde das entrevistas a diarios, radios y algún programa de tv online. Pasados esos catorce días, vuelves al anonimato.

Transcurridas esas dos semanas en Santiago, cumpliendo con los compromisos, volví al sur. La única actividad a la que se me convocó fue para una lectura poética en una terna del Festival de autores, siendo que el libro que acababa de publicar era una novela. Tras revisar mis últimos pasos, y como ese sueño de la primera división se convertía en un absurdo, decidí que tomaría el control de mi obra en Chile, y que sólo publicaría con otras editoriales en el extranjero. El hacerme cargo de mis libros, significaba que yo tendría que escribir, editar, pensar el diseño, buscar imprenta y elaborar mis propias estrategias para su circulación. Evidentemente, esto no significaba intentar convertirme en una best seller independiente, sino darle más vida a los libros, que en promedio me demoro cinco años en trabajarlos, estar más en contacto con los lectores, y abrir nuevos espacios creativos. Al contrato con Edicola, editorial italiano-chilena que publicó mi libro Valporno por esas tierras, se sumó una publicación en España con Raspabook, y una antología de mi obra en EEUU.

Aguarosa Lab es un laboratorio creativo que armé con mi pareja, Benjamín Pérez. Allí nos autopublicamos, participamos en ferias de libros, donde nosotros mismos atendemos y contamos sobre nuestros procesos, los enviamos por correo, hacemos publicidad. No dependo de nadie que evalúe si mi libro cumple con un canon de género a publicar, tampoco tengo que esperar dos años para ir a imprenta. Un dato freak pero no menor, es que pese a que tus libros no se vendan en la transnacional, no puedes comprarlos a precio costo para darles movimiento. Si quieres acceder a más ejemplares que los 10 o 20 ejemplares de cortesía que te dan post lanzamiento de la obra, puedes comprarlos con un descuento. Evaluando y cotizando, me di cuenta de que me salía más barato comprarlo a una bodega de libros que a la editorial, así que invierto en ejemplares cada cierto tiempo y fijando un nuevo precio, los vendo por mi cuenta.

Aguarosalab no es solo una editorial que ampara mi obra, sino también un laboratorio creativo. Desarrollamos proyectos pagados y gratuitos para acercar el arte y la cultura a la sociedad en los ámbitos de literatura, cine, arteterapia y otras manifestaciones, con un énfasis social. Es decir, me convertí en DT de mí misma. El sistema literario tradicional se está cayendo a pedazos por los costos del papel, por el superávit de autores y pocos lectores en el país. Como dice un amigo: en Chile se levanta un poeta y sale una piedra. El Estado no ha sido capaz de generar las condiciones idóneas para la excesiva producción y las ridículas estadísticas que nos confirman lo evidente: muy poca gente comprende lo que lee. El sistema literario necesita de la autogestión, de que se abran otros canales de distribución, de que el autor participe de otros procesos y sea más independiente. Ciertamente hay diferencias entre un papel en blanco y una cancha, o entre un estadio y un libro, entre un DT y un editor, entre una chilena y un párrafo perfecto. No se acabará el fútbol ni el arte, pero los medios para llevarlos a cabo no seguirán siendo los mismos.