Cómo un escritor pasó a ser una fábrica de cultura popular

De los cerca de 110 mil millones de seres humanos fallecidos desde el alba del Homo sapiens, casi casi casi casi casi casi todos marcharon sin dejar huella. Nacieron, crecieron, comieron, amaron y fallecieron sin que hoy tengamos el más remoto indicio de que alguna vez existieron.

Los que han destacado lo suficiente en un área como para dejar alguna marca son una ínfima minoría.

Menos aún quienes han dejado estampada su existencia en dos áreas diferentes. Uno de los pocos miembros de ese selecto grupete es Paul Winchell voz de Gargamel, de Pierre Nodoyuna y de Tigger de Winnie-the-Pooh. Porque además de sacudir la posteridad con los diálogos de tan memorables personajes, Winchell inventó el corazón artificial. O Hedy Lamarr, la primera en representar un orgasmo femenino en pantalla (Ecstasy, 1933), que es además coinventora del espectro ensanchado, un principio de telecomunicaciones que subyace al Wi-Fi, Bluetooth y CDMA.

Y luego está el escritor Washington Irving. Porque, aún cuando posiblemente lo ignore, Míster Washington ha penetrado la cultura popular mediante no uno, ni dos, sino que cuatro flancos diferentes.

Allá por el siglo XIII, Juan Sin Tierra montó un coto de caza en el pueblo de Gotham, Nottinghamshire. De acuerdo con la leyenda, sus habitantes no estaban nada de contentos con la idea de sacrificar tierras para el sin tierra y fingieron locura. Intentaron ahogar una anguila en el agua, atrapar un cuco con una jaula sin techo y matar a un caballo para recuperar el reflejo de la luna que se había bebido. Otro cargó dos fanegas de trigo argumentando que eran demasiado peso para su caballo.

El rey nunca retornó a este reducto de orates. Ok, hasta ahí casi con seguridad apócrifo. Lo que es un hecho es que en 1807, fue el mismo Washington Irving el que recogió la hipotética boludez de estos pueblerinos y apodó “Gotham” a Nueva York en el periódico satírico Salmagundi Papers. Los creadores de Batman reivindicaron este apodo en el siglo XX y comenzaron a hablar de Gotham City, traducido al castellano como Ciudad Gótica (considere que Gotham deriva del inglés arcaico para “hogar de cabra” y una traducción fiel hubiese resultado del todo inapropiada para un cómic de superhéroes).

Dos siglos y medio más adelante Cristóbal Colón desfilaba por las corte europeas en busca de algún platudo que le financiara su chifladura transoceánica (porque, con los extraviados cálculos que él presentaba, chifladura es, en efecto, la palabra precisa). Quizás vio de niño aquella película en la que el genovés intenta explicar ante escépticos parroquianos en un bar que la Tierra es redonda, y presenta  un huevo para ilustrar el punto.

Lo cierto es que hacía muchos siglos que nadie con un mínimo de educación ponía en duda la esfericidad de la Tierra. Eratóstenes había calculado el diámetro con un error de menos de 2,4% en el siglo III a. de C., y Santo Tomás de Aquino citaba la redondez del planeta como ejemplo de algo que todos aceptaban como cierto.

Fue una novela histórica escrita por Irving en 1828 la que popularizó la imagen de Colón apostando contra los terraplanistas del Renacimiento. De hecho, el rey de Portugal mandó al gran almirante a freir monos porque su Junta dos matemáticos comprendía mucho mejor cuán heroicos eran los supuestos utilizados en los cálculos para la travesía hasta Cipango (Japón). Los reyes católicos accedieron a financiar la gesta por desesperación (tras una audiencia celebrada en la Alhambra, un palacio popularizado en occidente por no otro que Washington Irving). Colón estaba tan equivocado como es posible estarlo, fue solo que un continente inesperado se le cruzó en el camino, salvó la expedición y le trajo fama eterna (aun cuando, incluso después de cuatro viajes, a él nunca le cayó el alcachofazo, y murió creyendo que había abierto el paso a las indias).

Un salto de otro par de siglos nos lleva al relato de Irving sobre un naufragio de exploradores neerlandeses en Manhattan. En uno de sus pasajes, un miembro recibe una visión en la que “el buen San Nicolás venía cabalgando sobre las copas de los árboles”, en ese mismo vagón en el que trae sus regalos anuales a los niños. Irving se refiere a un obispo de Mira, actual Turquía, que vivió en el siglo IV y que se hizo famoso por dejar regalos en secreto. En la Edad Media circulaba la versión de que durante una hambruna un carnicero mató a tres niños y dispuso sus restos mortales al escabeche para venderlos como jamón. San Nicolás lo pilló chanchito y revivió a los nenes haciendo la Señal de la Cruz. Ya juzgará usted cuánto de verosímil hay en ello, pero lo que sí podemos dejar firmado es que la noción del trineo volador cargado de regalos fue el tercer legado cultural de un mismo sujeto.

Y cierra nuestro compilado washingtoniano la leyenda del jinete sin cabeza, aún popular durante Halloween, que no es otra cosa que un producto directo de The Legend of Sleepy Hollow, un cuento publicado por Irving en 1819 sobre un soldado de Hesse decapitado por una bala de cañón en el campo de batalla.

Si el objetivo de Irving era pasar a la posteridad, no es mala carta asegurarse y postular por cuadruplicado.