Reseña del libro Panza de Burro


Un nombre que genera extrañeza. Es aquello que en los talleres literarios suele decirse a los participantes. “Busquen un buen título, es importante”. Imaginamos la panza de un burro, abultada, llena de comida. El burro como un animal de carga, esas imágenes que hemos visto en el altiplano o en el campo: trapos, baldes, bultos a medio a amarrar. ¿El peso? Nos preguntamos antes de abrir las primeras páginas. En la tapa hay un volcán. Sabemos que la escritora es de Canarias. ¿Asunto geográfico o una novela que va a estallar en algún punto? La literatura es un mundo de interrogantes, pequeñas preguntas que comienzan desde que vemos el libro en el mesón o en la vitrina. Los griegos decían que la bulimia era un hambre de bueyes, aludiendo a la compulsión de ingerir grandes cantidades de comida. En este libro nos encontramos con una narración apegada al exceso. Sabemos culturalmente que los excesos son malos. Pero hay otra clase de exageraciones, aquellas que nos llevan a lugares necesarios para conocer el mundo más allá de las burbujas sociales donde suelen criarnos. Isora, lo prueba todo. Hasta comida de perro que luego vacía de su estómago para tener la experiencia. ¿No es el ejercicio de la escritura eso mismo? Ya conocemos la frase: “me devoré el libro”. ¿No es el escritor el que prepara el plato para ser devorado por el lector? ¿No asociamos el vómito con decir aquello que tenemos guardado? Uno de los puntos originales de esta obra es el lenguaje, el habla de la localidad. Un río de imágenes con palabras escritas como suenan. Lo que se cuela en las esquinas, en las plazas de los pueblos, en los barrios, en los bares. La RAE, entidad normativa que nos dice qué es lo correcto o lo aceptable dentro de la lengua, queda en Panza de Burro, convertida en una norma para ser transgredida. Es la creatividad de las palabras de las que nos apropiamos para describir el mundo. En este caso, como devoradora del libro, despierto con el atisbo de novedad que sale de estas páginas. La letra de Isora es voluptuosa, como su avidez por conocerlo todo, la narradora nos dice mimetizándose con la voluptuosidad de su amiga:

Cuando salimos de la puerta de doña Carmen, un gusano me recorrió la garganta. Ese gusano negro me decía que alguna vez yo había envidiado a Isora”.

La envidia va más allá de lo racional. La envidia hasta por tener “mal de ojo”, un tipo de fama en esos extraños cuentos donde alguien embruja otro por culpa de ese “gusano negro”. Las viejas quieren sacarle el mal a Isora, como si se tratara de un ser mitológico, pero es la libertad el embrujo, aquella que por rareza o destino se escapa a la media. Las casas de la localidad parecen monstruos incompletos. Ilegales, con bloques descubiertos, con colores fuertes, un barrio empinado donde todos son pájaros que se comunican con una jerga que solo entienden ellos. El teatro de los vecinos como actores secundarios de la historia de dos amigas, que, construyendo espacios íntimos en cada lugar habitado, van descubriendo sus cuerpos, los primeros placeres, lo prohibido, la intimidad que generan en torno a la comida y la tristeza, el abandono y el estereotipo; las teleseries, la mirada de los adultos, los animales y todo aquello que devuelven en cada residuo. Panza de burro, es la novela que todas las niñas quisimos escribir. El relato de nuestra vida cotidiana en tiempos donde todo era asombroso, momentos en los que no había certezas, cuando escuchábamos las frases de los adultos referidas al sexo o a la religión, y todo se mezclaba en una experiencia espiritual, adornada con canciones que sonaban en la radio, medallas recibidas para recordar a la virgen, rezos para deshacer la culpa. Porque en este libro lo que se crea se deshace. Inocentes juegos de Barbies acaban en tragedias de hijos perdidos o muertos, platos preparados por las abuelas acaban siendo observados en la taza del baño; momentos eróticos de los que no se habla se acumulan en el corazón, recetas para adelgazar o el placer de ver comer a los demás cuando no se puede probar nada, son el pan de cada día, porque en la métrica del trastorno alimentario, uno es igual a todo, y el todo debe ser reducido a cero.

Andrea Abreu, creando a una Lady Bird, de Tenerife, nos presenta la maravillosa oportunidad de recordar la tronadura del volcán preadolescente, con esas emociones vívidas que nos marcan a generaciones completas de mujeres en el mundo. A través de los ojos verdes de Isora vemos la inocencia de nuestra libertad velada por las palabras hechas, los clichés de la adultez, el género y la identidad.

“Panza de burro”, Andrea Abreu, Kindberg, 189 páginas.