Emily in Paris y el hate-watching: ¿por qué nos hacemos esto?

Se estrenó la tercera temporada de Emily in Paris, inexplicable fenómeno televisivo y la serie más odiada de Netflix. Y con rabia, culpa, masoquismo y adicción, la vimos fielmente.

Hace rato ya manejamos el concepto del placer culpable: una película, reality o serie fácilmente digerible, que nos hace sentir cómodos y revolcarnos con gusto en la mediocridad de aquello que ni siquiera tiene la ambición de ser bueno. Solo tiene que sentirse bien.

El hate-watching es algo distinto. Algo más complejo y delicado. Y aquí es donde nuestra querida Emily, que celebra ya su tercer año en Francia, nos ayuda a explicar el asunto.

Emily in Paris es una comedia romántica desprovista de conflicto alguno sobre una veinteañera gringa y despistada que, casi por accidente, termina trabajando para una lujosa empresa parisina. Capítulo tras capítulo, Emily (la nepo baby Lily Collins) se mete en una serie de enredos intrascendentes que termina solucionando sin una pizca de esfuerzo. Para Emily las cosas son fáciles. No tiene mayores habilidades ni lucidez, no se preocupa por aprender el idioma del país en que se encuentra y no tiene la conciencia suficiente para suponer que debe mejorar. Pero sin embargo siempre gana.

Porque Emily in Paris existe en el terreno de la fantasía. En el que vivir en un departamento con vista a la Torre Eiffel es tan sencillo como tener un vecino modelo que la desea, contar una fila de pretendientes esperándola, ser influencer por postear fotos aleatorias de mal gusto y hacer de su ignorancia una bandera de lucha con la cual obtiene todo lo que quiere.

Es imposible empatizar con Emily porque, primero, carece de las dimensiones suficientes como para aspirar al estatuto de persona normal y, segundo, porque sus problemas simplemente no son tales. Pero su vida se nos presenta en un envoltorio colorido lleno de lujos, ropa de diseñador y locaciones aspiracionales, un modelo de exitismo que parece decirnos que los clichés no importan, que el racismo con el que tratan a los franceses es divertido y que siendo tú misma puedes conseguirlo todo, amiga, no hace falta transar, intentarlo o cambiar.

En un mundo competitivo y despiadado, donde la meritocracia no existe y los millennials se sienten traicionados por la vida que alguna vez se les prometió, ver a alguien triunfar de esta manera representa un problema moral.

Entonces, ¿por qué vemos Emily in Paris?

Es una pregunta que llevamos años haciéndonos. Cada temporada de la serie ha sido un éxito, con su primera temporada atrayendo a más de 58 millones de espectadores y su segunda posicionándose en el tope de lo más visto de Netflix en 94 países.

Mientras se cancelan series a diestra y siniestra, Emily in Paris fue renovada para una tercera y cuarta temporadas, con una audiencia insaciable que se divide entre dos muy distintas: aquellos que buscan escapismo fácil y entretenido y aquellos que solo buscan odiar.

Y aquí aparece el placer del hate-watching.

Un paper intenta explicar el fenómeno como algo que nos permite lograr gratificación a través de la superioridad moral de compararnos con creencias, actitudes y valores que son distintos a los propios. Es básicamente ver algo tan incorrecto que nos hace sentir la satisfacción de sentir que estamos bien en lo que pensamos y quienes somos.

Con Emily, todo empezó cuando buscábamos seguridad en una serie liviana que nos anidara en pandemia, pero eso dio paso al horror de enfrentarnos a contenido básico y ofensivo, y luego al regocijo de no poder creer lo que estábamos viendo.

¿Teníamos que estar del lado de Emily, apoyándola en sus peripecias? ¿O acaso la serie se está burlando de ella por sus maneras americanas y soberbias de transitar por el mundo? ¿O quizás se estarán riendo de nosotros por verla? La respuesta, pareciera ser, es ninguna o todas, o da lo mismo, ya qué la serie no tiene un punto de vista lo suficientemente fuerte como para respondernos y ni siquiera se está haciendo estas preguntas.

Es difícil de entender. Y es que un hate watch no puede ser solo malo, porque no lo veríamos. Pero tampoco puede ser tan malo que es bueno, porque no pensaríamos tanto tiempo en él. Tiene que ponernos a prueba.

Cuando el consenso en torno a una serie es uniforme, el debate no llega muy lejos (a menos que sea muy buena y genere entusiasmo, que no es el caso aquí). Pero al provocar diferencias y conflictuarnos, el discurso se alimenta y el producto se mantiene vigente. Así, pasan los años y seguimos enganchados, incapaces de alejarnos y aún preguntándonos cuándo es que Emily y el chef van a estar juntos y si es que se quedará finalmente en París.

Emily in Paris nos enfrenta a la relación con nuestro propio gusto y nuestra moral.

¿Los creadores sabrán lo que tienen entre manos? ¿Lo habrán hecho a propósito? ¿Importa siquiera? Si la serie tiene éxito en lograr lo que se propone, que es ser vista, ¿vale la pena preguntarse por qué?

Emily in Paris parece haber logrado algo lucrativo y exitoso más allá de sus intenciones. Puede ser basura para desconectar el cerebro. Puede ser una manera de escapar de la realidad. Puede ser la manera en que te ríes con tus amigos de lo tontos que son los gringos y de lo mal que se visten los personajes. Te puede ser indiferente. Puede que te guste genuinamente. O puede ser incluso una cuestión inexplicable y morbosa que no puedas dejar de ver.

Lo importante es que Emily está ganando, como siempre, en virtud de ser ella misma, inocente y despreocupada. Y millones seguiremos sintonizando sus aventuras, con todo el odio que nos pueda generar.

Nota de riesgo:

Súper conservadora, pero al mismo tiempo inexplicable, fascinante e involuntariamente arriesgada.