El Conde se arriesga con una sátira que divide

Ya habituado a trabajar en Hollywood y viniendo de retratar la desesperación de la princesa Diana vía Kristen Stewart, Pablo Larraín podría haber hecho cualquier cosa. Pero decidió volver a Chile y hacer un experimento juntando las palabras Pinochet + Vampiro + Sátira. Los vampiros son seres poderosos y aristocráticos que viven a costa de chupar la sangre del pueblo que dominan, por lo que adjudicarle esa metáfora a uno de los dictadores más infames de la historia y centrarse en el desfalco que hizo en Chile era una buena idea.

Pero, ¿hasta dónde llegan las buenas ideas? Es lo que estamos todos discutiendo desde el estreno de El Conde, que tras su condecorado paso por el Festival de Venecia y su estreno en cines chilenos la semana pasada, ahora está disponible en Netflix para que hundamos en ella nuestros propios dientes y la destruyamos, saboreemos o analicemos.

¿Estamos listos para una sátira sobre la impunidad de Pinochet?

Pinochet no ha muerto, sino que vive recluido en la austeridad de una casa remota donde ha celebrado más de dos centenares de años. Sobrevive junto a su esposa Lucía y su sirviente Fyodor (Krassnoff)  en un patetismo del que ya está harto, por lo que quiere terminar con su condición vampírica y morirse de una vez por todas. Esa es una buena noticia para sus cinco parasitarios hijos, que huelen la herencia a la distancia y se trasladan a la estancia para asegurarse algunas de las propiedades y cuentas bancarias que componen la fortuna que el dictador amasó cuando tenía poder.

Entonces Pinochet goza de vida eterna: es la manera que tiene Larraín de recordarnos su presencia en nuestras leyes, cultura y sociedad producto de su impunidad. Hasta ahí la idea funciona. Y se toma las libertades que la sátira le otorga para presentar a los poderosos de forma caricaturesca, ridícula y humillante. Como una masa de gente vulgar y mentirosa que defiende sus privilegios de formas tan elaboradas como falsas, mientras se hacen zancadillas comiendo completos en un living lúgubre que plasma su decadencia. Hasta ahí la idea sigue funcionando, pero sabemos que no es fácil hacer sátira y aquí es donde una propuesta arriesgada empieza a desarmarse si no está sólidamente construida.

¿Es una película audaz? ¿Es irreverente? ¿Es graciosa? ¿Tiene algo que decir? Son las cosas que nos estamos preguntando desde su estreno. En Chile un sector se sentirá atacado. El opuesto tildará la película de tibia, indulgente. Otros se ofenderán por hacer comedia con esta temática, estrenando además justo para los 50 años del golpe de Estado. ¿Y con qué fin? Mientras, afuera ha sido más aclamada. La prensa gringa la respeta, los europeos la premiaron. Pero hay tantas tallas y referencias chilenas que tampoco pareciera apuntar a un público netamente internacional.

El Conde puede confundir porque ella misma es indecisa en su crítica. ¿A qué le tira los dardos? ¿Cuál es el vicio que le critica a sus retratados? Los acusa, los denuncia, los rotea y los ridiculiza, pero le falta ir por la yugular de un blanco que lo tiene más que merecido. Es la sensación de que podría haber llegado más lejos.

Pablo Larraín busca abrir terreno a través de la comedia en El Conde

Pero bueno, entendiendo que no hay nada más chileno para conmemorar estas fiestas patrias que chaquetear el éxito de un compatriota, veamos lo positivo. La trama central tematiza unos robos que no parecieron escandalizarnos tanto como deberían y la impunidad de Pinochet, así como la forma en que su familia sigue beneficiándose, debe ser criticada. La película entrega datos duros al respecto con gusto y gracia, integrando la comedia a una crítica excesivamente explícita.

Y siempre los riesgos son bienvenidos. Quizás El Conde no cumple con satisfacer todas las demandas de todas las personas y sus distintas posturas, pero es el problema de abordar territorio que se siente nuevo. Hacer una sátira sobre Pinochet en esta época es osado, definitivamente. Pero también es necesario que busquemos nuevos prismas para contar la historia, y en ese sentido la misma audacia aristocrática de Larraín nos juega a favor. Si seguimos afinando el ojo crítico y no perdemos de vista que este es un problema que nos afecta en la actualidad, los resultados pueden ser mucho más impactantes de aquí en más.

Y, por último, si todos los cuestionamientos, críticas y confusiones sobre la película y su validez nos aburren, podemos ignorarla, no tomarla tan en serio y contemplar el despliegue técnico alcanzado. El blanco y negro claustrofóbico que captura el director de fotografía Edward Lachman (Carol, Las vírgenes suicidas) es de los mejores trabajos del año y sin duda el apartado más indiscutible de la película. Las secuencias de vampiros volando a través de la tundra magallánica se extienden más de lo necesario y se justifica completamente debido al goce estético que producen imágenes que se sentirían caprichosas si no estuvieran tan bien logradas.

Lo mismo con los sets, algunas líneas mordaces del dramaturgo Guillermo Calderón y particularmente las actuaciones. No es sorpresa que asombran los siempre confiables Jaime Vadell, Amparo Noguera y Antonia Zegers (que hacen maravillas con papeles pequeños) y Gloria Münchmeyer, que nos da una de las Lucías más memorables que han sido representadas.

Esto puede solo contribuir a confundir más, a polarizar más las opiniones y a seguir dando de qué hablar. Y probablemente Larraín así lo quiera. Un público conflictuado, que discute durante días una película, es un público que ha sido aludido e interpelado por ella, para bien y para mal. Y la recepción de El Conde ha sido tan dispar que quizás eso sea lo más interesante de ella. Que algunos la vayan a odiar, a otros les parezca aburridísima, que haya quienes la admiran por su valentía y otros que se exasperen con su existencia.


Nota de riesgo: a pesar de no ir tan lejos como podría y de lo desenfocada de su crítica, El Conde disfruta ser provocadora y estar metiéndose en terreno complejo. Es arriesgada.