Los 80 años de Bob Dylan

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Bob Dylan cuenta esta historia en su discurso de recepción del premio Nobel de Literatura. Tiene dieciocho años y viaja más de cien kilómetros para asistir a un concierto de Buddy Holly, a quien el joven Robert tiene entonces como arquetipo de todo lo que quiere ser y no es (todavía). El concierto no lo decepciona. La presencia de Buddy Holly lo hipnotiza. El joven Bob está a un par de metros del escenario y mira con atención el rostro expresivo, las manos, los gestos y el impecable traje de ese muchacho cuatro años mayor que él, y que moriría trágicamente unos días después. De pronto, de la nada —cuenta— ocurre algo asombroso: Buddy Holly mira al joven Bob directo a los ojos y éste siente que esa mirada le transmite algo. Algo que no sabe qué es, pero es escalofriante.

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Y aunque el fragmento anterior es un buen comienzo, la leyenda empieza unos años antes. El pequeño Bobby Zimmerman encuentra una vieja radio en la casa de sus padres y escucha un disco que cambiaría su destino para siempre. Escucha canciones que jamás había escuchado; canciones que hablan de carreteras infinitas, de trenes, de forajidos legendarios, de amores perdidos, de campos de algodón. Es su momento aleph. El pequeño Bobby experimenta por primera vez la infinitud, descubre que existe un mundo ilimitado, lleno de peligros y tentaciones esperándolo allá afuera. Es un descubrimiento y, al mismo tiempo, una especie de embrujo. Desde entonces no deseará otra cosa que salir a perseguir canciones, y —ahora lo sabemos— no se detendrá nunca.

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Cuenta que le compran una guitarra o que encuentra una en la casa. Empieza a tocar. Suponemos que aprende solo, que no le cuesta. Más tarde dirá que le basta con escuchar una o dos veces una canción para aprenderla. Y si bien el mito dylaniano no es un mito que empiece en la infancia — como el de Jesús— (la genealogía de Dylan es siempre imprecisa y no hay hitos precoces que anticipen el genio), hay historias, anécdotas, rumores. Él mismo cuenta que comienza a tocar frente a cuatro o cinco personas. Toca en una esquina. Y toca, también, en un show de talentos de su escuela. Pero no toca guitarra, sino un piano, y lo toca con tantas ganas—quizás imitando a Little Richard o a Jerry Lee Lewis— que el director de la escuela decide dejar caer el telón antes de que el pequeño Bobby termine su actuación.

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Después había que matar al padre. Había que lanzarse a los caminos. El joven Bob se matricula en la universidad pero no va a clases. Prefiere pasar el tiempo aprendiendo canciones, absorbiendo toda la música que lo rodea como una esponja. Por las noches toca en bares, toca en donde le den un espacio, donde estén dispuestos a escucharlo. Les guste o no lo que toca. Se rodea de músicos, de jóvenes iguales a él, deseosos de libertad, de acción, de movimiento. Y finalmente reemplaza la universidad por la carretera. Y aquí el mito empieza a tomar forma. El joven Bob viaja hacia el Este a conocer a su ídolo Woody Guthrie, que está internado en un hospital psiquiátrico en New Jersey, víctima de la enfermedad de Huntington. Lo deja todo atrás —hogar, familia, estudios— y se va a dedo a reunirse con el héroe moribundo que lo escucha reinterpretar sus propias canciones como si fueran suyas. Porque el joven Bob se sabe de memoria el cancionero completo del ídolo. Toca cualquier canción que le pidan. No hay ninguna composición que se le escape. Y aunque no lo diga, aquí tiene otro momento aleph. El ídolo moribundo le transmite algo. El ídolo queda atrás, moribundo, mientras el discípulo llega a la metrópolis a difundir el mensaje heredado, con la seguridad y la arrogancia de un emisario de Dios.

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Y la historia que sigue es conocida: el joven Bob llega al Greenwich Village. Toca en tugurios, toca armónica para otros músicos a cambio de una hamburguesa, toca cada vez que le dan un espacio. Conoce gente. Duerme en sofás que le prestan por unos días. Lee con avidez los libros que encuentra en los departamentos de los amigos que lo alojan, y escucha también —y a veces roba—  sus discos. Es uno más de los músicos que pululan por los alrededores, pero no tarda en destacar. En 1961 un crítico del N.Y. Times lo describe como una mezcla de niño de coro y beatnik. Un cómico y un trágico, un actor de vaudeville rural, pero que muestra un acercamiento personalísimo a la canción folk. Más que canciones, dice el crítico, lo que hace el joven Bob, son monólogos musicales. Ese período es intenso. El joven Bob no para de tocar. Pero hay un momento en que desaparece y vuelve tocando mejor que nunca. Los amigos, soprendidos, le preguntan: “¿dónde estuviste?”.  Y él responde: “Ya saben, estuve en el cruce de caminos”.

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El diecinueve de marzo de 1962 llega el primer disco, que vende poco pero no pasa desapercibido. Y aunque de las trece canciones solo dos son composiciones propias, el joven Bob ya da señales del estilo que lo haría triunfar: intensidad, desenfado y esa voz única, indefinible, que algunos de sus primeros críticos desestimaron: “La voz del Sr. Dylan es cualquier cosa menos bonita”. “Canta con una voz rasposa y chillona, tan discordante, que su éxito, al principio, parece increíble”, escribieron. El nueve de agosto de ese mismo año el joven Rober Allen Zimmerman cambia legalmente su nombre por el de Bob Dylan —mismo día en que fallecía en Suiza el escritor  Herman Hesse—. El mismo año de la crisis de los misiles de Cuba, de la muerte de Marilyn Monroe, del ajusticiamiento de Adolf Eichmann, del debut de los Rolling Stones, del lanzamiento del primer sencillo de los Beatles. “Un viejo y divertido mundo se aproxima/Parece enfermo y tiene hambre/Está cansado y roto/Parece que está muriendo/y apenas ha nacido”, canta en “Canción para Woody”.

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“La importancia de un autor no solo depende de su valor intrínseco, sino también y mucho de la oportunidad de su mensaje”, escribió André Gide. Y en el caso de Dylan, gran parte de su éxito podría explicarse, precisamente, por su oportunismo. Rápidamente, sus canciones se vuelven populares entre los jóvenes que masivamente empezaban a tomar conciencia de las injusticias e inequidades de una sociedad que empezaba a desmoronarse y amenazaba, incluso, con hacer estallar al planeta entero en su caída. Canciones como Blowin’ in the wind, A hard rain’s A-Gonna Fall o Masters of War se convierten en himnos generacionales y no pocos de esos jóvenes encontrarán en sus letras verdaderas revelaciones, mensajes profécticos, señales de un inminente apocalipsis. Y mientras la realidad afiebrada llena el mundo de monstruos y pesadillas, el joven Dylan no deja de cantar, de componer canciones, de escribir, de tocar en todos los escenarios a los que puede subirse. Ya sea una simple tarima, rodeado de campesinos y niños que lo observan extrañados o frente a cientos de miles de personas en la histórica manifestación del veintiocho de agosto de 1963 donde Martin Luther King pronunció su famoso discurso.

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Entonces aparece la prensa. Empiezan los epítetos. Lo califican de portavoz de su generación, de líder, le preguntan, incansablemente, sobre el sentido de sus letras, del mensaje de sus canciones. Y el joven Dylan, apenas un muchacho de veintidós años, responde con un asombro que rápidamente se convierte en desdén, en hastío y finalmente en sorna. Él no es ninguna de esas cosas que dicen que es. Él es solo un músico, un cantante, un hacedor de canciones. Pero la prensa insiste, quieren explicaciones, lo acosan con preguntas asburdas que Dylan aprovecha para desplegar su ingenio, para seducir y hacer reir a su audiencia que no logra hacerlo caer en la trampa de la autocomplacencia. Le preguntan, por ejemplo, si se considera más un cantante o un poeta. Y Dylan, con una sonrisa socarrona responde: “Oh, más bien me considero un hombre que canta y baila, ¿sabes?”

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Pero el apocalipsis se pospone y el mundo sigue girando. Y para Dylan parece girar a una velocidad distinta. A los veintidós años ya ha escrito trescientas canciones. Otros artistas graban sus composiciones y llegan a los primeros lugares del ranking. Los Beatles le declaran su admiración. Su éxito es incuestionable. Y, entonces, llega 1965. Dylan cambia la guitarra acústica por la guitarra eléctrica y todo explota. Parece algo ridículo, pero en ese entonces, la decisión de electrificar su sonido y empezar a tocar acompañado de una banda de rock es un verdadero sismo. Los viejos aliados de su etapa folk lo miran con desconfianza. El público que un año antes lo escuchaba en completo silencio empieza a abuchearlo. El nuevo Dylan no les gusta. El sonido crudo y frenético —casi proto-punk, a veces, —de las nuevas composiciones les resulta incomprensible. Y es que Dylan ya no es el mismo, ahora tiene el pelo largo y alborotado, se viste a la moda y esconde su mirada detrás de unos Ray-ban Wayfarer negros. Ya no es el muchacho angelical, humilde, de camisa arrugada y pantalones sucios, que canta acompañado nada más que de su guitarra y su armónica. Dylan, finalmente, se ha convertido en una estrella del Rock.

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Entre los veinticuatro y los veinticinco años compone y publica tres de sus mejores discos, y tres de los mejores discos de la historia del rock: Bringin it all back home, Highway 61 y Blonde on Blonde. En total, treinta y cuatro canciones que incluyen éxitos y, ahora clásicos, como Like a rolling stone, Desolation Row, Just like a woman o Visions of Johana. Como una serpiente que cambia de piel, Dylan dejó atrás todo lo que había sido y lo había llevado al éxito, para adentrarse en un período de mayor libertad musical y experimentación poética. Sus composiciones se alejan de las formas tradicionales del folk y el blues y se vuelven más misteriosas, más personales, al mismo tiempo que las letras se llenan vuleven más enigmáticas, se llenan de imágenes, de escenas y personajes salidos de una imaginación alucinada y expansiva. Con una velocidad y una madurez asombrosa Dylan se convierte, al mismo tiempo, en una estrella de Rock y en un Artista consumado.

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Lo que viene después es previsible: la fama, el acoso de los fanáticos y de la prensa. El dinero, los viajes, las giras vertiginosas, las fiestas, los excesos, los cuestionamientos, las críticas, las acusaciones de haberse vendido. Y finalmente, la caída: los diarios informan que Dylan se encuentra grave después de haber sufrido un accidente en la carretera. No se conocen los detalles, pero se dice que perdió el control de su motocicleta y sufrió heridas de gravedad. Los rumores afirman, incluso, que sufrió una fractura de cuello, que estuvo al borde de la muerte. Pero ahora sabemos que no era cierto, que el accidente no fue tan grave —sufrió sobre todo magulladuras y heridas leves— pero eso bastó para que Dylan decidiera desaparecer y suspendiera todos sus compromisos y se encerrara en su casa de Woodstock junto a su esposa y sus hijos. En una entrevista que dio en 1974, dijo: “El momento clave llegó cuando yo estaba en Woodstock, poco después del accidente. Sentado al aire libre bajo la luna llena, contemplé la negrura del bosque y dije: «Algo tiene que cambiar». Había cosas de las que debía ocuparme”. Sabiéndolo o no, Dylan hacía suya la fórmula de James Joyce: silencio, destierro, astucia. Otro momento aleph, podríamos decir.

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Y este podría haber sido el perfecto final de la leyenda. Pero sabemos que no fue así. En realidad, Dylan nunca dejó de tocar y componer. Y poco más de un año después de su autoexilio reapareció con un nuevo disco y una nueva imagen. El rockero a la moda, frenético y desdeñoso había quedado atrás. Una fotografía de Elliot Landy captura para la posteridad al nuevo Dylan: viste un sencilla camisa blanca, un pantalón gris y sandalias. Lleva el pelo corto debajo de un sombreo de paja, y toca una guitarra acústica sentado sobre un neumático. A su izquierda se ve un montón de leña y atrás el comienzo de un bosque. Los sesenta no habían terminado aún pero Dylan, una vez más, parecía haberse adelantado a todos y salía vivo y renovado de esa década vertiginosa y apocalíptica convertido en un padre de familia, en un hombre de voz apacible y delicada, un hombre que antes de cumplir los treinta años parece poseer la sabiduría y el temple de alguien que ha vivido varias vidas.

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Y sí, es soprendente. Antes de cumplir los treinta Dylan ya había vivido lo que muchos no lograremos vivir aunque vivamos cien años o más, y todavía hoy, cincuenta años después, a sus ochenta, sigue siendo uno de los artistas vivos más importantes del mundo —premio Nobel de Literatura incluido—, y sigue componiendo —su último disco es del 2020—y cantando en una gira interminable que solo una pandemia global pudo detener. O mejor dicho, no detuvo, solo interrumpió momentánemante. Porque de seguro cuando todo acabe, Dylan volverá a subir al escenario y seguirá cantando, con su impecable traje y sombrero de vaquero y esa voz fantasmal que es un coro de tantas otras voces perdidas. Porque como canta en su último disco: “Yo contengo multitudes”.