Pobres en el castillo

Hacia 1890, un funcionario del ducado de Sajonia-Weimar-Eisenach implementó un programa de cruzas de perros de distintas razas con el objetivo de crear una nueva que combinara fuerza, lealtad, inteligencia y ferocidad. Sucede que nuestro héroe era recaudador de impuestos y la naturaleza del empleo lo enfrentaba a todo tipo de descalabros. La raza resultante hoy honra con su nombre a su padre putativo, Karl Friedrich Louis Dobermann.

La historia de Dobermann refleja lo obvio: a nadie le gustan los impuestos. El dilema es que a la vez a todos nos gusta el alumbrado público, los parques y la PGU. Por eso al establecer una excepción siempre hay que partir por preguntarse si lo que ganan los potenciales beneficiarios es más valioso que lo que se pierde con la merma fiscal y el nuevo esquema de incentivos.

Hablemos entonces de las contribuciones que pagan los adultos mayores. No me pronunciaré respecto a cuán apropiados son esos tributos en sí —entiendo los argumentos de quienes defienden su total eliminación— sino solo sobre la idea de eximir a un grupo particular. Porque parece haber cierto consenso respecto a eximir a los adultos mayores de contribuciones. Son personas que han hecho un hogar y han tejido sus redes ahí, y naturalmente rara vez quieren moverse.

No hay duda de que facilitarles vivir donde se les de la regalada gana es un bien. Eso es una perogrullada. La pregunta es si ese bien compensa el otro lado de la balanza. Porque también quisiéramos que los bomberos no pagaran impuesto específico al llenar sus carros, que las fundaciones no pagaran IVA y que los laboratorios no pagaran internación al importar medicamentos. Si solo examinamos el lado de las ventajas, la lista de exenciones sería inacabable.

Pues bien ¿qué yace al otro lado?

Lo primero y más obvio es que si alguien enfrenta contribuciones sustanciales es necesariamente porque su propiedad vale mucha plata. La gran mayoría de los inmuebles está exento, solo los más valiosos pagan. Esto puede deberse a que sus dueños ganaron buena plata en otro momento de su vida, o bien a que la otrora modesta casita se valorizó al son del carrusel inmobiliario, pero el origen no es relevante: lo que importa es que ahora vale mucho. ¿Es inteligente establecer exenciones para quienes gozan de bajos ingresos pero alto patrimonio? No. Sobre todo porque hay opciones menos indoloras que ahogarlos hasta verlos marchar.

Lo segundo es el impacto en la ciudad. Veamos. En economía se llama “bien rival” a aquel cuyo consumo impide el consumo simultáneo por parte de otros. Si yo compro la Mona Lisa usted no la puede disfrutar en su living también (o en su baño, como Francisco I de Francia), porque Mona Lisa hay una sola en la galaxia. Por el contrario, yo podría comprar una copia en ebook de Cómo tener la casa como un cerdo: Guía doméstica del perfecto soltero y eso no impide que usted compre otra, al mismo tiempo si así lo prefiere. Pues bien, los espacios en la ciudad son un bien rival. Si usted goza de un terrenito en la esquina nororiente de Av. Bilbao con Av. Manuel Montt nadie más puede gozarlo. Esto es relevante porque entre más nidovacíos habiten ubicaciones privilegiadas, por lo general en casas amplias con dos o tres habitaciones desocupadas, más ineficiente es el uso del espacio en la ciudad, y más impagable se vuelve para una familia joven con tres hijos que sí necesita esas piezas hoy vacías y que sí aprovecharía ese jardín. Por supuesto que nadie tiene derecho a forzar la mudanza de nadie, y que quien pueda pagarlo tiene derecho a encarecer el espacio urbano con sus piezas vacías. Esa es una obviedad que no merece ser discutida, pero ¿no sería el extremo contrario fomentarlo a través de exenciones?

Hay soluciones menos malas para este dilema. Una es transformar patrimonio en flujos a través de hipotecas inversas. En este esquema te pagan mes hasta tu muerte —que nadie sabe cuándo ocurrirá— y en ese momento la propiedad pasa a manos del banco. El fisco sigue recaudando para financiar programas sociales, el propietario goza de una vejez mucho más próspera y al banco en el agregado le conviene (en el agregado porque es un fenómeno probabilístico; Andre Francois Raffray, de 47 años, firmó este acuerdo con una anciana de 90, pero ella vivió hasta los 122, récord aún vigente de longevidad, y él pagó mes a mes hasta morir sin recibir un duro). Los grandes perdedores son los herederos, pero ¡hey! ¿No que esto era acerca del bienestar de los adultos mayores y de apuntalar la PGU?

Otra posible solución es congelar el pago de las contribuciones hasta el deceso del último residente. Al heredar la propiedad se paga lo adeudado a lo largo de los años, con los intereses del caso. En muchos casos los herederos no podrían pagar y se verían forzados a vender, pero igual se quedarán con una tajada importante.

Podría pensarse que ninguna de estas dos soluciones descomprime el mercado inmobiliario. Lo cierto es que ayudarían parcialmente, porque generan un incentivo (aunque no una presión insoportable) a vender la propiedad a quienes aprovecharán mejor esos espacios para beneficiar a los herederos. Si ese estímulo es insuficiente y no hay venta, al menos mantiene intacta la recaudación fiscal, a diferencia de la condonación pura y dura, atributo que satisfaría a los beneficiarios de los programas sociales y a Herr Dobermann… si tan solo estuviera vivo para contarlo.