El miedo

Stephen King escribe libros que parecen pesadillas como Carrie y el Resplandor. Él explica que para que el terror funcione en una historia, tiene que tener dos dimensiones: por un lado el gore, el asco, lo que no se quiere mirar. La otra dimensión es lo que se llama el factor de presión fóbica: un miedo que todos compartamos o que grandes porciones de la sociedad compartan.

Fotograma de película “El Resplandor”, basada en la novela de Stephen King

Mariana Enriquez, escritora Argentina del género de terror, muestra que un muy buen ejemplo de lo que dice Stephen King es el terror económico en Latinoamérica. Igual que una pesadilla, ese terror te puede tener toda la noche en vilo, sin poder dormir, pensando en qué va a pasar con la economía en el futuro hasta el punto de deformar la imaginación. En el caso de Mariana, el hallazgo del ejemplo viene de cerca, ella vivió y escribió sobre la hiperinflación que oscureció a Argentina en los años noventa, en su novela “Nuestra parte de noche”.

Yo entendí ese miedo a la economía y las finanzas, sentí ese escalofrío por primera vez cuando trabajaba en la empresa de neurociencia Backyard Brains y me quedé sin trabajo.

La misión de la empresa era enseñar en colegios cómo funciona el cerebro. Mostrarle a los jóvenes cómo amplificar las señales eléctricas que manda el cerebro a los músculos para que se muevan. Cómo leer un electroencefalograma. O cómo grabar la actividad de las neuronas de una cucaracha.

Yo con electrodos midiendo la velocidad de conducción de la electricidad en los músculos

Amplificador de las neuronas de la pata de una cucaracha. En el celular se ven los impulsos eléctricos‌‌

Queríamos enseñarles lo más temprano posible —ya no a universitarios, sino que a escolares— cómo funciona el sistema nervioso. Motivarlos a que estudien neurociencia e investiguen el órgano más oscuro y difícil de la biología. Nuestro discurso era: “necesitamos más neurocientíficos, porque una de cada cinco personas tiene una enfermedad al cerebro como Alzheimer, esquizofrenia o bipolaridad y no hay curas precisas. El cerebro sigue siendo una caja negra y si más personas nos dedicamos a estudiarlo, podremos abrir esa caja y entenderla mejor.” Estábamos en la misma línea de lo que hace Elon Musk con Neuralink, pero de mucho más bajo costo (250 USD por amplificador) y pensado para colegios.

Aprendí que parecido a la economía, la falta de conocimiento sobre cerebro también genera miedo, desvela la mente en pesadillas sobre zombies, teorías extrañas de frenología e inspira novelas como Frankenstein. Frankenstein está basada en los experimentos de Galvani, el científico italiano que demostró que la electricidad genera el movimiento en las extremidades de una rana. Por primera vez se entendía que el movimiento muscular lo producían impulsos eléctricos. Galvani hizo ese experimento revolucionario en patas que ya había extraído de las ranas (como en la imagen) para poder estimular el nervio directamente.

Y la duda que resonaba en las mentes de esa época del galvanismo, el miedo que tenía a las personas en vilo, era si se podría estimular con electricidad un cadáver. Si se podría reanimar un muerto para que vuelva a la vida como monstruo, igual como Galvani lo había logrado con las patas -—sin cuerpo ni cabeza— del anfibio. Así nació la novela Frankenstein.

La empresa Backyard Brains sigue funcionando en Estados Unidos, tiene charlas Ted muy buenas y ha recibido becas del Instituto Nacional de Salud en Estados Unidos. Eso sí, no prosperó en Chile porque quebró: los colegios no tenían plata para pagar por clases ni herramientas de un laboratorio de neurociencia. Ni siquiera les alcanzaba para tener herramientas más fundamentales, como microscopios para principiantes. Hicimos todo lo que pudimos, hasta enseñamos a hacer microscopios caseros derritiendo esferas de vidrio, una réplica del método que usó el inventor del primer Microscopio, Leeuwenhoek.

Esa metodología de microscopía casera terminó en una publicación científica notable, pero llegó el punto en que simplemente no teníamos un peso más para poder seguir enseñando, ni siquiera para comprar pipetas de vidrio.

Tim Marzullo, PhD en neurociencias, mi socio en Chile y fundador de Backyard Brains en Estados Unidos me dijo un día tomando café: “Llegó el día Flo, fracasamos con el barco que buscaba enseñar neurociencia en Latinoamérica, se hundió el barco, me voy a un programa de start up en Corea”. Sonaba absurdo. De un día para otro mi amigo se fue, quedé sin trabajo, no más cucarachas, no más experimentos con electroencefalograma, no más plantas carnívoras con las que también hacíamos experimentos, no más clases en los colegios. Y lo otro que me dijo fue “si yo no trabajara en una empresa de divulgación de neurociencia, como me gusta enseñar, el otro emprendimiento al que me dedicaría sería de tecnología para hacer más fácil las inversiones y finanzas. En mi página web enseñaría cómo funciona el lenguaje financiero. Me parece que es tan difícil y relevante como lo es la neurociencia”.

Claro, en ese momento nos empezábamos a dar cuenta de lo importante que era.

Nosotros nunca administramos bien la plata de la empresa y, como no nos llevábamos muy bien con los ingenieros comerciales, jamás contratamos uno. Pensábamos que podíamos administrar los recursos nosotros mismos. Tampoco invertimos plata en Chile ni sabíamos invertirla, estuvo siempre en una cuenta de banco. Fue un gran error y de una soberbia que ahora creo que venía del miedo que le teníamos a las finanzas. Los dos éramos de personalidades más creativas, pero no dejó de sorprenderme que una de las personas más inteligentes que conozco hasta el día de hoy también luchaba con el problema de no manejar bien las finanzas. Y así el proyecto de enseñar neurociencia en Chile murió.

Por primera vez entendí que no era algo de gustos aprender un poco de finanzas y economía, no era un pasatiempo, no era una forma de pensar o un estilo de carrera. No había opción, o aprendes un poco o vives todas las noches pensando una pesadilla: pierdes tu trabajo, tus proyectos, tus amigos que se tienen que ir a otro país porque no hay plata.

Eso es el miedo: cuando te das cuenta que estés donde estés, hagas lo que hagas, esa “cosa” que no quieres nombrar, que te da asco, que dices que no te gusta, está ahí, observándote, al acecho, detrás del respaldo, en el clóset, debajo de la cama. Va a estar ahí hasta que te acerques, prendas la luz de donde está escondida y la conozcas.

Fue por eso que decidí entrar a trabajar en Fintual, de frente al horror que nos había hecho fracasar como empresa, de frente al mundo financiero. Tenía escepticismo al principio, aún seguía la soberbia y obviamente me daba pena no poder seguir colaborando en las ciencias, pero lo que me dijo uno de los fundadores de Fintual en mi entrevista fue lo que me convenció. La persona que me entrevistó no me conocía, no conocía a Tim, no podría haber leído mis pensamientos y sin embargo me dijo: “En Fintual, además de facilitar la inversión con una aplicación fácil de usar, queremos abrir la caja negra de este lenguaje financiero tan cerrado y burocrático, para que cualquiera pueda entender cómo funciona un poco la economía, el mercado, la administración de la plata”. Querían que fuera algo menos Kafkiano, prender la luz en la pieza en ese momento en que nos despertamos de la pesadilla económica.

Quiero terminar contando sobre el día que supe de la leyenda de terror Candyman.

Me dijeron que si decía Candyman cinco veces al frente del espejo con la luz apagada, estaría haciendo una invocación a un espíritu que me mataría. Varias noches me inmovilicé, no podía ir al baño pensando en eso, porque sabía que me tentaría a hacer la prueba y a decepcionar a mi familia con mi muerte en el baño.

Al final le conté a mi papá y me obligó a ir al baño con él, a apagar la luz y a que dijéramos Candyman juntos, cinco veces: Candyman, candyman, candyman, candyman, candyman. No pasó nada. Cuando se fue de mi pieza, con todo el orgullo del mundo me dije a mi misma: “Él no sabe que no nos va a matar ahora, que nos va a matar después, mientras durmamos”. Después de esa noche se me olvidó y volví a ir al baño. Todavía estamos vivos.